Qué loco está el mundo… ¿Estaremos viviendo como el
protagonista de esta historia, y no nos damos cuenta? Matamos y luego ya no hay
remedio, no podemos reinventar lo que destruimos…. Las buenas intenciones,
también matan…
26 de noviembre de 2014
7 de noviembre de 2014
Vagos recuerdos
Encontré hace unos días, entre archivos perdidos de un disco
que tenía olvidado, varios cuentos de Fernando de Giovanni. No sé si existe la
categoría “inquietante” para la literatura, pero tuve la misma sensación que
hace años al volver a leer sus relatos, me provoca inquietud. Tal vez sea la inquietud de asomase al borde de ese precipicio que llamamos locura…
“El recuerdo las complica y las palabras se parecen casi
siempre a borrachos en la niebla”
Creo haber nacido en tierras de alguien a quien todos
llamaban el "Abuelo'' -o el Comandante- a mediados de otro siglo. De mis
primeros años en esas tierras me queda el recuerdo de un enorme galpón en el
que había un puñado de muchachos tan pequeños como yo. Peleábamos con los
perros los restos de comida que alguien arrojaba de tanto en tanto. Dormíamos
en el suelo lo más cerca posible de un fuego que parecía arder siempre.
Hasta este tiempo en que viven ustedes, no sabía por qué me
pasaban todas esas miserias. Después entendí que aquel que era yo, estaba
fabricando estos recuerdos. Que mis dolores, euforias y locuras me estaban
destinados. Hasta ese inexplicable juego, que llamábamos amor.
Cuando apagan las
luces y se marchan los visitantes hay una mujer que cierra mis ojos. No sé
quién es. Hay días en que trato de recordar el olor de la gasolina. Nadie sabe
ya qué fue del petróleo, del que tengo entendido, salía ese aroma que hacía
andar industrias, movía máquinas, y multiplicaba esos cubiles de chatarra que
llamábamos automóviles. En uno de esos vehículos salí del campo del abuelo. Vi
entonces, luchando contra el mareo que me provocaban los olores y la velocidad,
enormes extensiones de tierra, salpicada de vacas. Después paredes, inmensas
paredes sobre las que se desplomaba un gris profundo. Todo el gris que puede
ponerse sobre las cosas para descartar cualquier forma de felicidad. Por
absurdo que les parezca, yo suponía entonces que aquello tenía cierta
hermosura.
Vagabundeé por esos paisajes que llamaré “ciudad”. Allí anduve con
bandoleros, cartógrafos, custodios, marinos, presidentes, presidiarios,
caminantes, enanos y vendedores. Sobre todo vendedores. Y también mujeres. Esa
palabra que endulzaba la boca. Las veía bajo las arcadas de las recovas
rodeadas de esos objetos de entonces: muebles, estampillas, baldes, macetas,
filigranas, herramientas de uso desconocido, sifones y bicicletas. Detrás de
cada una de esas cosas, había siempre una mujer.
El recuerdo las complica y las palabras se parecen casi
siempre a borrachos en la niebla.
Vuelvo a la recova y a sus escaleras que conducían a ninguna
parte. Un laberinto de pasillos y puertas entreabiertas que daban a otra
escalera con media docena de escalones ausentes, o a una habitación desnuda en
la que aún flotaba el último gesto de una estrangulada. Una vez encontré a una
muchacha que habían encadenado a la pata de una cama. Jugaba a tejer y a destejer
una capa con un único ovillo de lana. Nos sentábamos al borde de la cama y
hablábamos, no sé de qué cosas. Nunca pude liberarla de sus cadenas ni supe
quién la tenía prisionera. A cierta hora ovillaba prolijamente la lana que
había usado, atravesaba las agujas por el centro del ovillo y yo sabía que
debía marcharme. Yo le decía novia y ella sonreía, o lloraba. Un bombardeo o
una demolición -los resultados eran parecidos- borró la recova y a la muchacha.
Reemplazaron las antiguas casas con esas ágiles y efímeras avenidas que
enorgullecían a los constructores de esa época. Cuando murieron los
automóviles, las avenidas quedaron tiradas sobre la tierra, como serpentinas de
un carnaval de locos.
Vagos recuerdos (Fragmentos) – Fernando de Giovanni
15 de octubre de 2014
Libros
Francisco Umbral
“Escucho con mis ojos a los
muertos” dijo Quevedo.
Siempre podremos escuchar con nuestros ojos a los
libros.
–¿Por qué escribe usted
tantos libros?
–Por el olor.
Y no me entienden. Creen que
escribo muchos libros –que tampoco son tantos– por el dinero, por la impaciencia,
por la avaricia (eso sí que da risa) o por la gloria (todavía más risa). Y no,
yo escribo los libros por el olor, por esa emoción silvestre y culta a la vez
de oler por primera vez un libro, un libro mío.
Por el olor. Se escriben
libros por el olor. Yo he observado a otros escritores y todos huelen sus
libros.
Escribir un libro, conocer a
una muchacha, jugar con un niño, subir a un árbol. Mundos pequeños e intensos,
microcosmos donde está todo el cosmos.
Acabo de escribir otro libro.
Francisco Umbral – Mis paraísos
artificiales
5 de octubre de 2014
Despierta
despierta sonrisa
atascada en el tiempo
mis ojos de miel
enredados de sueño
lunática luna
lento y redondo velero
regálame alas
acércame al cielo
3 de septiembre de 2014
Extranjera de mí
No es la clase de música que escucho habitualmente, pero me
gusta mucho la voz de esta mujer, tiene algo especial… Transparencia, creo. No
sé… Me gusta.
Y la letra de esta canción, es preciosa...
Y la letra de esta canción, es preciosa...
Mil caminos van escritos en mi mano
Mil millones de miradas que me envuelven
Y yo sin resistirme a cada una
Sin saber si hay un destino que me quede
Voy cediendo ante el conjuro de esos ojos
como un junco que se mece en ese viento
Dócil al vaivén de sus impulsos
pretensiones, y todos los deseos
Liviano el paso, una pluma en el aire
frente a los remolinos de mil vidas
Y todas me seducen con su canto
todas y más, aspiran a ser mías
Yo que creía que la vida era del tiempo
por conocer mis virtudes, mis mentiras
y el amor, y el dolor, y en cada duelo
resucitar cantando nuevo día
Ya no sé, porque hoy he visto aquí en mis ojos
esta pena y la inquietud de no ser ellas
las que dictan mis manos dibujadas
de destinos fugaces, y de estrellas
De pretender bailar con la medusa
flotar en cada tímida marea
Y nunca ser la misma, y siempre otra
nacida en otros ojos, y extranjera
Y extranjera de mí, sin una vida
Sin una vida sola, y verdadera
Sandra Corizzo
16 de agosto de 2014
Desconociendo lo desconocido
Ayer ingresé a la web de Movistar para realizar un trámite,
y descubrí que tengo una segunda línea de teléfono activa, a mi nombre y con mis
datos personales. Un verdadero misterio. Yo nunca pedí una segunda línea, así
que me comuniqué con el servicio de atención al cliente…
– Espere un momento, vamos a verificar… Efectivamente, usted
tiene una segunda línea
– Pero yo nunca pedí una segunda línea…
– Comprendo... Entonces deberá presentarse en nuestras oficinas, y
completar un
formulario de "Desconocimiento
de línea"
– Pero, desconozco quién dio de alta esa línea… ¿No
deberían conocerlo ustedes?
– Lo siento, ese es el trámite que tiene que realizar
– Pero… ¿Cómo puedo desconocer algo que desconozco?
Del otro lado se escuchó un largo silencio… Entiendo,
están para resolver cuestiones técnicas, no filosóficas… Pensé en dejarme crecer
la barba unos días, vestirme con una sábana, y presentarme en la oficina cual
Sócrates. Levantando el dedito y diciendo: ¡Vengo a desconocer lo desconocido!
3 de agosto de 2014
15 de julio de 2014
El susurro de la mujer ballena
Tenía muchas ganas de leer “Demonio del mediodía” de Alonso Cueto. (Las reseñas sobre esa
novela son interesantes). Pero no lo encuentro en ninguna librería. Así que decidí leer otra vez la única novela de Cueto que tengo: “El susurro de la mujer ballena”. (De
puro caprichoso que soy, y por no quedarme con las ganas de leer a Don Alonso)
No me atrevo a cruzarme con gente que me descubra"
Me hundí en el agua. Sentí que algunas lágrimas me
resbalaban por las mejillas. Me perdí por un momento en el llanto. ¿Acaso no
puede decirse que la soledad del baño es el último derecho de una mujer, el
lugar donde no está obligada a ser complaciente con el ego de los hombres? Sólo
aquí no tienes que servirlos, no tienes que parecerles bonita, no tienes que atender a sus monólogos.
El duro privilegio del silencio. En ese silencio yo estaba a
salvo. Mi cuerpo me protegía, lo veía extenderse, todavía delgado, echado bajo
el agua. Los brazos delicados y largos, las piernas torneadas y las facciones
finas preservadas por un instante a los anticipos de la vejez. Pero en ese
instante me parecía un cuerpo bastante indefenso. Como mi tristeza, un palo
negro dentro del pecho, un palo desnudo, que se extendía hasta la garganta.
Algunos hombres habían entrado en ese cuerpo, pero nadie había entrado en mi
alma, nadie había conocido de veras mi rencor y mi miedo. Mi miedo sobre todo.
Nadie.
Una fortaleza a veces iluminada por donde vagan mis
fantasmas. Los hombres sabían como rondar esa fortaleza, pero ninguno se había
quedado allí. Yo me había replegado dentro de ese cuerpo para observarlos
mejor, en realidad para burlarme de ellos.
A veces pienso que no estoy hecha para entregarme a nadie.
Ni a los hombres, ni a mis amigos, ni a mi madre. Tal vez sí a mi padre, cuando
vivía, sólo a él. Quizá yo busco en las personas a sirvientes de mi soledad.
No me atrevo a cruzarme con gente que me descubra. Tengo miedo de quedar a la
intemperie, expuesta a cualquier abuso. Si me entrego, si me doy a conocer a
alguien, si confieso la verdad, estoy expuesta a un grave peligro…
…Afuera suena el teléfono.
Tengo que regresar allí, afuera. Los ruidos continúan, me
reclaman al otro lado. La acumulación de breves miserias del día. Demasiados
detalles acumulados. La vida es un montón de detalles que se mezclan, se
entreveran, una masa informe que cargamos entre todos. Nuestro deber biológico
es cargar esa masa con optimismo, casi con alegría. No por nosotros sino por
los que nos rodean. Y por nosotros también. Nuestro organismo nos ordena
persistir. Lo que yo pienso aquí, echada en el agua, no va a tener ninguna
importancia dentro de un rato.
El agua sigue cayendo. Cierro el grifo, me sumerjo.
Desaparezco en el silencio.
Alonso Cueto - El susurro de la mujer ballena
4 de julio de 2014
3 de julio de 2014
La insoportable levedad del ser
Estaba enterrada. Hace ya tiempo. Venías a verme todas las
semanas. Siempre golpeabas con los nudillos en la tumba y yo salía. Tenía los
ojos llenos de tierra.
Decías: “Así no puedes
ver” y me quitabas la tierra de los ojos.
Y yo te decía: “De
todos modos no veo. Si tengo agujeros en vez de ojos”.
Y un día te fuiste y no volviste durante mucho tiempo y yo
sabía que estabas con otra mujer.
Pasaban las semanas y tú no volvías. Tenía miedo de no oírte
llegar y por eso no dormía nunca.
Por fin volviste a llamar a la tumba, pero yo estaba tan
cansada después de un mes sin dormir que no tenía fuerzas para salir a la superficie.
Cuando lo conseguí, tú me miraste decepcionado. Me dijiste que tenía muy mal
aspecto. Sentí que te desagradaba terriblemente, que tenía la cara hundida, y que
hacía unos gestos muy bruscos.
Te pedí disculpas: “No
te enfades, es que no he dormido en todo este tiempo”.
Y tú dijiste con voz falsa, tranquilizadora: “Tendrías que descansar. Deberías tomarte un
mes de vacaciones”.
Y yo sabía perfectamente qué querías decir con lo de las
vacaciones. Sabía que no querías verme durante todo ese mes, porque estarías
con otra mujer.
Te fuiste y yo bajé a la tumba y sabía que pasaría otro mes
sin dormir, para estar despierta cuando vinieras y que, cuando llegaras al cabo
de un mes, estaría aún más fea que hoy y que tú estarías aún más decepcionado.
Milan Kundera - La insoportable levedad del ser
29 de junio de 2014
The great escape
Un domingo sin salida, como todos los domingos…
Un mal día, buscando una salida
en casa, buscando la manera de escaparse
Sube al coche y se va
lejos de todo lo que somos
Fuerza una sonrisa
la inhala y la exhala, y dice:
Adiós, adiós, adiós a todo el ruido
dice, adiós, adiós, adiós a todo el ruido
Escucha pequeño, las cosas no están bien
no pasa nada, no siempre hay que ganar
No tengas miedo, trágate todo lo gris
y se irá desvaneciendo
No te dejes caer
Un mal día, buscando
la manera de escaparse
Él dice, qué mal día, buscando la manera de escaparse
En un mal día, buscando la manera de escaparse, el gran
escape
Patrick Watson – The great escape
Patrick Watson – The great escape
23 de junio de 2014
El pibe que arruinaba las fotos
Hace aproximadamente ocho años, yo era el feliz poseedor de
un dinosaurio con forma de PC, que al encender sonaba casi igual que una licuadora
triturando hielo. Me conectaba a internet después de medianoche, porque a esas
horas el Dial-Up funcionaba mejor, las páginas se cargaban sin tener que esperar una eternidad. (De madrugada, el tiempo de espera se reducía a media
eternidad, y eso ya era un gran alivio)
Una de esas noches, mientras navegaba sin rumbo fijo, llegué
a la página de Hernán Casciari. Y recuerdo haber llorado por primera vez,
frente a la pantalla de mi querido y ruidoso dinosaurio.
Este fin de semana terminé de leer “El pibe que arruinaba las fotos”, y fue inevitable el recuerdo de aquellas lágrimas, de hace aproximadamente ocho años atrás.
Este fin de semana terminé de leer “El pibe que arruinaba las fotos”, y fue inevitable el recuerdo de aquellas lágrimas, de hace aproximadamente ocho años atrás.
– Editado –
Me preguntaron qué significa la palabra “pibe”…
Es un localismo, en Argentina significa niño o chico. Como “chavo”
en México; “botija” en Uruguay; o "chaval" en España…
...La mujer que es mi madre aprovecha su primera soledad para desahogarse
sin testigos. No ha podido hacerlo antes porque no tuvo un segundo sin
compañía, sin abrazos o presencias. Se ha mostrado fuerte en todas partes:
serena en el salón y en los pasillos de la casa velatoria, y también entera en
las calles del cementerio, frente a la bóveda. Saludó, besó y agradeció a todo
el mundo; cabizbaja y líquida, es verdad, pero sin desbordes. Ha durado
cincuenta horas sin hacer un solo escándalo en público. Ahora, por fin, está
sola. Se pone a gritar como si la hubiesen quemado.
Lejos de allí, cruzando el peaje de Luján-Mercedes, uno de
mis sobrinos, Tomás, observa el celular que maneja Manuela, su hermana. No es
el teléfono de siempre, el rosa de juguete, sino uno distinto de color negro,
que parece real. El hermano pregunta:
—¿De dónde lo sacaste?
Manuela no le responde y se queda mirando por la ventanilla.
El hermano insiste:
—¿Es un teléfono de verdad?
Entonces Manuela se acerca a su oído y le contesta, en voz
muy baja para que sus padres no la escuchen:
—Es el celular del abuelo Roberto —y también dice—: tiene
crédito.
Como se ve, lo que va a pasar dentro de un rato no tiene
nada que ver con un milagro, pero sigamos con los hechos naturales.
En la que fue mi casa, en la que es mi casa, la mujer sigue
con sus gritos. No son lamentos al azar, no son aullidos ni onomatopeyas
salvajes, sino preguntas retóricas dirigidas a su esposo, en tono de
reprobación y con timbre de barítono. La mujer le reprocha al marido, en voz alta,
la poca consideración que tuvo al morir, de un modo tan repentino y a
destiempo. Se levanta del sillón y le habla. Las frases que dice no tienen
sentido, por lo menos no en el terreno de la lógica, pero a la viuda le bastan
y le sobran para desahogarse.
Ella sabe que gritar ¡por
qué te tuviste que morir! no sirve para nada, pero lo dice de todas formas.
Y lo repite, y lo repite una vez más, porque los reproches inútiles, en las
casas vacías, suenan mejor con la insistencia…
...En el coche dos de mis sobrinos duermen; Manuela no. Ella
sigue mirando las luces por la ventanilla, con el teléfono todavía en la mano.
Se llevó ese teléfono porque nadie más lo iba a usar, y porque ella todavía no tiene
uno. Más tarde confesaría que no fue un robo. Dos o tres veces quiso pedírselo
a su mamá, pero ella siempre estaba llorando o dejándose abrazar por gente. En
un momento se lo mostró a su abuela y le dijo, con mucha vergüenza:
—Chichita, ¿lo puedo usar yo ahora?
Y su abuela hizo que sí con la cabeza, pero era un sí a
cualquier cosa, no estaba mirando a ninguna parte. Por eso ahora la chica
piensa en la abuela triste, en su cara de agotamiento y pena, y siente culpa
por haberla dejado sola, en Mercedes. Se despidieron en la puerta, sus padres
le ofrecieron quedarse, o que se fueran todos a La Plata, pero la abuela no quiso.
—Alguna vez tengo que estar sola —dijo, y se encerró.
Su abuela es fuerte, piensa Manuela, ella no se habría
animado a quedarse sola tan pronto. Es fuerte pero está triste. En once años,
en toda su vida, Manuela no había visto nunca a Chichita con los ojos sin
brillo. Entonces abre el teléfono y le escribe.
El hilo y las marionetas se unen en este segundo, porque al
mismo tiempo que la nieta pulsa la primera letra del mensaje, la viuda, que conversa
en casa con su esposo, le está pidiendo una señal al muerto.
—Dame una señal —dice la mujer, que es también mi madre,
mirando el sillón vacío.
No es increíble, no es mágico que Manuela escriba su mensaje
en este punto de la historia. Bien mirado, es natural. Es cierto que también
pudo haber ocurrido primero una cosa y mucho después la otra, incluso con horas
de diferencia, pero están pasando las dos a la vez y no debe asombrar a nadie.
La chica escribe en el coche mientras la mujer, en su casa,
le pide a su marido —en voz muy alta— que le dé una señal. También le pregunta
qué hará ella ahora, sin los hijos y sin él; cómo se recompone la rutina; dónde
están las facturas y cómo se pagan; quiere saber si el tiempo cura; pretende
que él la ayude a tramitar la pensión; le pide otra vez una señal; le dice que
tendría que haber sido al revés, y dentro de veinte años; pero sobre todo al
revés.
Mezcla la desesperación filosófica con el planteo doméstico,
a veces en la misma frase. Habla con serenidad, pero ya sin control, a la vez
que Manuela redacta una frase muy simple, de cuatro palabras, a sesenta kilómetros
de allí:
—NO ESTÉS TRISTE, DESCANSÁ —
Es lo que escribe mi sobrina, y envía el mensaje. Después acomoda la cabeza en el hombro de su hermano, y se queda dormida…
—NO ESTÉS TRISTE, DESCANSÁ —
Es lo que escribe mi sobrina, y envía el mensaje. Después acomoda la cabeza en el hombro de su hermano, y se queda dormida…
…Entonces suena, en la casa vacía, el teléfono móvil de la
mujer. Ella se queda con la palabra en la boca y camina hacia el milagro falso,
mientras se pone los lentes de leer de cerca. Observa, en la pantalla del
teléfono, una frase imposible, en letras mayúsculas:
ROBERTO HA ENVIADO
UN MENSAJE DE TEXTO
La mujer, que es también mi madre, presiona un botón y
repasa las cuatro palabras que hace diez segundos ha escrito Manuela desde el coche.
—NO ESTÉS TRISTE,
DESCANSÁ —
Se queda un rato largo mirando la pantalla, con los dedos
inmóviles. No parpadea ni respira. Tiene la luz verde del teléfono en los ojos,
y los ojos muy abiertos.
Después la mujer sale del comedor más serena, sin mirar el
sillón ni decir una palabra más. Tiene la garganta seca de tanto monólogo.
Apaga las luces de la cocina, entra a su cuarto y se acuesta. Se queda dormida
y descansa.
Hernán Casciari — El pibe que arruinaba las fotos
16 de junio de 2014
Arte urbano
Es una pena que en Buenos Aires le demos tan poca
importancia al arte urbano, se ven algunas cosas, pero la gran mayoría son muy
poco originales. Hasta ahora, lo único que realmente me ha sorprendido, es un mural que da sobre el Parque Rivadavia. Se ve bastante bien desde la calle
Rosario, pero hay que mirar con mucha atención. Supongo que miles habrán pasado
por ese lugar, y jamás se han dado cuenta que esas cuatro ventanas del edificio de Telefónica,
están pintadas.
Otras “intervenciones urbanas”
11 de junio de 2014
Voces en la noche
En una ciudad imaginaria, irreal, azotada constantemente por
una ola de calor insoportable; un vendedor mayorista de lencería femenina,
tratará de descubrir quién es el desconocido que destruirá la literatura. Obligado,
y al mismo tiempo denigrado por las voces que escucha por las noches, la misión
del vendedor será la de matar al desconocido y así salvar la literatura.
“Voces en la noche” es una novela encantadora, increíblemente
bien escrita, sorprendentemente inteligente, con personajes y situaciones que
rozan el límite de lo absurdo. El protagonista, un vendedor completamente
chiflado que a cada rato pisa caca de perro, y que lleva a todas partes una
valija enorme y muy pesada.
Boris, que acaricia la lencería femenina que compra para su negocio, con una insistencia cercana a la perversión.
Estanislao, otro comprador, que inexplicablemente, siempre está de perfil. La misteriosa señora Tokoyama. Anselmi, un comerciante estafador e inescrupuloso, que se cree buen escritor. El pequeño hijo de la dueña de la pensión, que se arroja encima del vendedor cada vez que lo ve llegar, y que siempre tiene un insoportable y penetrante aliento a pan con manteca. Y hasta un herrero -de profesión herrero- que se llama Gregorio Herrero… Todo lo necesario, para componer una novela fantástica, con el agregado de un sutilísimo humor literario. Me gusta mucho Blaisten, sin duda, fue uno de los grandes escritores argentinos.
Boris, que acaricia la lencería femenina que compra para su negocio, con una insistencia cercana a la perversión.
Estanislao, otro comprador, que inexplicablemente, siempre está de perfil. La misteriosa señora Tokoyama. Anselmi, un comerciante estafador e inescrupuloso, que se cree buen escritor. El pequeño hijo de la dueña de la pensión, que se arroja encima del vendedor cada vez que lo ve llegar, y que siempre tiene un insoportable y penetrante aliento a pan con manteca. Y hasta un herrero -de profesión herrero- que se llama Gregorio Herrero… Todo lo necesario, para componer una novela fantástica, con el agregado de un sutilísimo humor literario. Me gusta mucho Blaisten, sin duda, fue uno de los grandes escritores argentinos.
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“Y deberás destruir a aquel que es pestilencia en la
oscuridad, o provocarás nuestra ira. Y cuando te acuestes tu sueño no será
grato y no conocerás cordura y nunca más oirás la voz de la tórtola y sólo
oirás chasquido de látigo y fragor de espanto.”
Fue la primera vez que oyó las voces. Empezaron como un
murmullo lejano y tumultuoso, después se fueron acercando hasta que estallaron
todas juntas en un grito unánime. Comprendió que era inútil taparse los oídos.
Y supo que en el límite justo del dolor iba a surgir siempre la voz de la
señora Tokoyama. Y aprendió a esperarla.
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“Han desfallecido nuestros ojos esperando en vano tu
socorro. Castigaremos tu iniquidad y nos burlaremos cuando todo el mal que has
temido venga hacia ti y cuando a ti sólo venga tribulación y angustia,
menesteroso de muladar”, fue lo más edificante que las voces le gritaron esa
noche.
Entonces llegó la dulce voz de la señora Tokoyama que le
recitó un haiku donde la paloma le aconseja al búho que cambie su expresión,
porque llegó la primavera.
A continuación, le leyó una enseñanza: “Caminaba el maestro pensando
en que estamos hechos de alternancias y mutaciones, cuando a la vera del camino
vio a una anciana que freía pastelillos y los vendía a los paseantes. Tentado,
el maestro pidió uno, lo comió, lo halló bueno a su espíritu y pidió otro. Y
así pidió otro y otro más hasta terminar toda la fuente de pastelillos que
había freído la anciana. Cuando llegó el momento de pagar, el maestro dijo: ‘Lo
sombrío retrocede ante lo luminoso y lo luminoso marca el camino de la rectitud’.
La anciana le arrojó el aceite hirviendo a la cara. La quemadura que en forma
de loto atraviesa el rostro del maestro hoy es venerada por los discípulos.”
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Las voces lo conminaban a los gritos: ¿qué esperaba él para
salvar a la literatura, para quitar de ella todas sus idolatrías y todas sus
abominaciones? Basta, gritó él tapándose los oídos. Y de pronto surgió nítida y
melodiosa, la voz de la señora Tokoyama que le recitaba un haiku donde alguien
se baña con agua fría y no sabe dónde tirar el agua que le sobra.
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“Y tu camino será en la oscuridad y no sabrás con qué
tropiezas, y huirás en la noche sin que nadie te persiga y el lobo de los
páramos te seguirá con su aullido y las comadrejas del alba te lamerán la oreja
para que nunca duermas, retardado.” Fue lo más auspicioso que le gritaron las
voces esa noche. Con las manos en los oídos, ansió escuchar la voz de la señora
Tokoyama. Entonces, con ese dejo oriental, la señora Tokoyama le recitó un
haiku donde un agricultor con un nabo en la mano señalaba a los caminantes el
camino a tomar.
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De los nuevos clientes, el más cercano a “dar el perfil” del
desconocido había resultado ser el dueño de “Lencería y Mercería La
Valenciana”. Ciertos giros, ciertos desprecios lo asemejaban a Anselmi. Él le
había preguntado si lo conocía y el dueño de “La Valenciana” había dicho que
no, pero expresiones como “la anécdota no interesa, sólo el lenguaje” él ya se
las había oído a Anselmi. Indagó e indagó en cada venta, pero era inútil, no lo
conocía.
El hombre daba la impresión de estar siempre enojado,
mostraba siempre un solo lado de la cara y, cejijunto y cariacontecido, miraba
al sesgo.
A diferencia de Boris, que amaba los corpiños, Estanislao
(se llamaba Estanislao) odiaba la ropa interior femenina, estrujaba los
camisones y apartaba con desprecio los babydolls. No obstante, compraba.
A veces, repentinamente se quedaba callado mirando un punto
en la vidriera y su rostro, inmóvil, siempre de perfil, asumía todos los
matices del color de las letras pintadas en el vidrio; del índigo al escarlata,
todas las variantes del rojo se encendían al lento paso de la luz. En cada
visita él trataba de descubrir dónde había visto antes esa cara. Por fin lo
descubrió. Era idéntico al dibujo de Leonardo, el de la cabeza del dios Marte,
pero sin el casco.
De perfil, Estanislao dictaminó:
– Todos escriben igual.
Él eso ya lo había oído, en tardes desvaídas, en bares
ensordecedores, en departamentos rumbosos o en patios con malvones. En algún
momento, después de un silencio significativo, siempre alguien decía: “Todos
escriben igual”.
– Y, ¿quién copia a quién?
Había dicho él para hacerse el gracioso. Pero a Estanislao
no le causó ninguna gracia. Estaba más de perfil que nunca.
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“Y serás lagartija y no hallarás ni una sola grieta en la
muralla y no tendrás donde guarecerte y el mercader de rostro alegre que
regresa del festín te pisoteará sonriendo”. Fue lo más prudente que las voces
le gritaron esa noche, hasta que surgió la señora Tokoyama que le recitó un
haiku donde hay uno que explica que debajo de los cerezos en flor no hay nadie.
Inmediatamente le leyó una enseñanza: “A la sombra de un
ciruelo el maestro sintió que la sabiduría era una amalgama de oro líquido que
caía sobre él en gotas lentas, refulgentes y pesadas. Los discípulos lo
vendieron en la frontera por treinta y siete dracmas al jefe de la caravana que
seguía la ruta de la seda”.
112
“Heredarás necedad. En ninguna de tus labores habrá fruto, y
el necio te medirá con su vara de soberbia, y serás tullido y correrás
carreras.” Fue lo más sobrio que le gritaron las voces ni bien intentó dormir,
hasta que la señora Tokoyama le leyó un haiku donde un luchador de sumo le
informa a su mujer que perdió el combate. “Combate perdido”, dice el luchador.
De inmediato le leyó una enseñanza: “El maestro y sus
discípulos fueron invitados a palacio. Cuando los músicos se retiraron, el
maestro sostuvo ante sus discípulos que la música seguía sonando en los
jarrones de jade. Para comprobarlo, introdujo la cabeza en uno de ellos. Con el
último martillazo el maestro abrió los ojos y pudo respirar. Los discípulos
hicieron una colecta. Consiguieron un jarrón parecido, pero no igual”.
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“Y serás rijoso y te asolará el deseo y errarás en comarca
desolada y no hallarás mujer alguna, ni virgen ni virtuosa ni venal meretriz ni
prostituta amancebada, y bramarás como el ciervo, junto al torrente seco.” Fue
lo más obsequioso que las voces le gritaron esa noche, hasta que la señora
Tokoyama con su voz y su decir le recitó un haiku donde hay uno que se hace un
tatuaje con cinabrio y se pincha un dedo.
De inmediato le leyó una enseñanza: "Omnicomprensivo,
intuyendo los signos de sus infinitos atributos, remontando el camino que
bordea al monasterio, en un súbito relumbre de iluminación espiritual, el
maestro supo que todas las predicciones pueden hacerse y todos los vaticinios
pueden cumplirse. No vio ni el convertible que conducían unos turistas
provenientes de un lejano país sudamericano, ni el macetón de lirios que cayó
sobre su cabeza desde la terraza del monasterio".
Isidoro Blaisten – Voces en la noche
6 de junio de 2014
1 de junio de 2014
Cine en casa IV
Exnovia era una especie de enciclopedia viviente del cine,
sabía todo, absolutamente todo sobre el séptimo arte. Conocía los nombres de los
actores de reparto en las películas de Kieslowski, descubría todos los mensajes
ocultos en las películas de Tarantino, y hasta le encontraba sentido a las
películas de Kurosawa.
Así que, cuando había que ver una película, exnovia era la
que decidía. Discutir con ella sobre cine, era imposible.
Un día se apareció con Everyone
says i love you de Woody Allen, un musical… ¡¿Un musical?! le dije, con
cara de haber tragado un sorbo de leche agria.
Bueno, es que no me gustan los musicales. (En el teatro es
diferente, se pueden disfrutar muchísimo, pero en el cine siempre me parecieron
insoportables). Que alguien se ponga a cantar en medio de un diálogo, y que el
otro se le quede mirando, con cara de no saber qué hacer, es insufrible.
Pero exnovia tenía razón, como siempre. Me lo advirtió: Everyone says i love you es una película
maravillosa. Y claro, me gustó muchísimo. Aunque es un musical hollywoodense clásico
–irritantemente clásico– con personajes aburguesados que no tienen nada mejor
que hacer, que ponerse a cantar y a bailar a cada rato...
Ayer la volví a ver, y me volvió a gustar muchísimo.
Nunca le encontré sentido a los rankings, pero más de una vez he leído que esta escena, está considerada como una de las diez más bellas de la historia del cine.
Nunca le encontré sentido a los rankings, pero más de una vez he leído que esta escena, está considerada como una de las diez más bellas de la historia del cine.
Ya no creo en el amor, no volveré a caer
Le dije adiós al amor, no vuelvas a llamarme
Porque te tengo a ti, o no tengo a nadie
Así que ya no creo en el amor
Cerré mi corazón, guardé mis sentimientos
Llené mi corazón de aire helado y gélido
Y ya no quiero querer a nadie
Porque no creo en el amor
¿Por qué me hiciste creer que podía importarte?
Si no me necesitabas, si tenías esclavas a tu alrededor
Que te perseguían y te juraban profunda emoción y devoción
Adiós a la primavera y todo lo que significaba para mí
Ya no puede darme las mismas cosas que antes
Porque te tengo a ti, o no tengo a nadie
Así que ya no creo en el amor
30 de mayo de 2014
Counting sheep
Casi lo único que hago cuando me conecto a internet, es
escuchar música. Y a veces pasa, que me llevo una gran, gran sorpresa.
El chico se llama Max Pope, vive en Londres... No toca la guitarra,
la acaricia, le hace el amor. Y tiene una voz increíblemente cálida, dulcísima.
Me encanta, hacía tiempo que no me sorprendía tanto una canción. La pasé a mp3, si alguien la quiere descargar, acá dejo
el [link].
25 de mayo de 2014
Dasein
Estamos perdidos, desahuciados, somos los desdichados poseedores
de una libertad estéril que no nos conduce a ninguna parte. Según Heidegger, somos
seres “arrojados al mundo”. Sólo
tenemos un par de certezas inútiles, que “venimos
del silencio y del vacío y volvemos al silencio y al vacío”.
Pero a veces, mágicamente, aparecen personas que nos hacen
sentir que este viaje vale la pena, que estar aquí tiene sentido. Y burlamos al
destino, la muerte se muere de impaciencia, y el miedo se asusta al vernos tan
felices.
16 de mayo de 2014
Todo el Jameson(1) que me quedaba, más de media botella, lo tengo entre pecho y espalda. Era un
néctar –aged 24 years–, y a medida
que pasaba por mi garganta me iba transformando los párpados en membranas de
miel cristalina. Para ver, para sentir mejor a cada minuto que pasaba, la
intensidad cálida de ese momento de gloria, en el cual las imágenes de Merlina
y Majo junto a mí me revelaban mi inmortalidad y mi condición indestructible. Cerca
de las tres de la mañana, yo sólo veía el pequeño reloj sobre la mesa redonda
frente a mí y el mínimo círculo alrededor: Majo a la derecha, Merlina a la
izquierda, y todo el resto del universo desdibujándose hacia una oscuridad
ajena. Si me propusieran que esta fuera la última imagen que me llevara de este
mundo, firmaría.
No me moví de mi lugar cuando Merlina se levantó para irse. Se
inclinó hacia mí y me besó en la cabeza, como bendiciéndome. Majo la acompañó
hasta la calle, y al volver me tomó de las manos y me llevó hacia su cama.
Ahora estoy boca arriba, mirando el color plano del techo en
la semioscuridad del cuarto. Empiezo a sentir la dulzura allí por mi
entrepierna. Cierro los ojos pero entonces todo me da vueltas, así que los
vuelvo a abrir y los dejo clavados en el techo, en lo que apenas puedo adivinar
del techo. El rostro de Majo, con sus cabellos en movimiento empieza a entrar y a salir del cuadro, pero casi no siento su peso encima de mis caderas. Recuerdo vagamente
que la ventana que da al patiecito estaba abierta cuando entramos al cuarto, y
en un ángulo estaba la luna. Ahora siento los cabellos de Majo cayendo a ambos
lados de mi cara como dedos amorosos de un dios que acaricia a su mascota. Y
siento su boca abierta y húmeda sobre la mía, y un leve entrechocar de dientes.
Y otra vez su rostro que se eleva y sale del cuadro, y vuelve a entrar, y
vuelve a salir.
Y me voy, me dejo ir, me doy a las palmas de esta noche con
piel de palimpsesto(2). El mundo se vuelve inconsistente, el mundo es de humo,
pigmento y gelatina. Una placenta viscosa y abrigada, salida del vientre de la
luna y anegada de sus brillos dementes. Me disuelvo como se disuelven en la
noche los lobos de la memoria, liviano y cristalino y mágico como los anillos que goteaban de los ojos del dios que se
sacrificaba a sí mismo en la helada lejanía de los fiordos que aún no habían
sido nombrados. Soy el primero y el último, básico y primordial, soy el Hombre de Oro(3). Respiro fluido y saliva,
aliento hirviente, espumas secretas, y el sabor orgánico y salado de una teta
roza mis labios de uranio y amapola.
Hay un grito y un temblor, y otro microsegundo de conciencia
que me permite sentir todo el cuerpo de Majo desplomándose y apretándose contra
el mío, y también el Hombre de Oro se
disuelve en esa piel de luna siempre nueva, que abre todas las puertas y hace
huir a la muerte y a todas las máscaras.
Las huestes del espanto se eclipsan abochornadas, y me
duermo con el leve ardor de una sonrisa invisible.
(1)Jameson: Whisky irlandés mezclado, producido por primera vez en 1780.
(2)palimpsesto: (Del lat. palimpsestus, y este del gr. παλίμψηστος).
(2)palimpsesto: (Del lat. palimpsestus, y este del gr. παλίμψηστος).
1. m. Manuscrito
antiguo que conserva huellas de una escritura anterior borrada artificialmente.
(3)Hombre de Oro: Hesíodo,
Trabajo y días (vv. 106-201) - Mito de las edades del hombre.
“En los primeros
tiempos, los inmortales que habitan las mansiones olímpicas, crearon una dorada
estirpe de hombres mortales. Existieron aquéllos en época de Cronos, cuando
reinaba en el cielo. Vivían como dioses, con el corazón libre de
preocupaciones, sin fatigas ni miseria; no se cernía sobre ellos la vejez
despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se
recreaban con fiestas, ajenos a cualquier clase de males. Morían como sumidos
en un sueño”
8 de mayo de 2014
Las viudas de los jueves
Ayer terminé de leer “Las viudas de los jueves” de Claudia
Piñeiro. (El año pasado había leído “Elena sabe”, de la misma escritora) [link]
Me gusta como escribe Piñeiro, claro que no se trata de literatura
de alto vuelo, pero creo que tiene una sensibilidad especial a la hora de componer
los personajes de sus novelas.
Aquí, en “Las viudas de los jueves”, Piñeiro desnuda la
intimidad de un grupo de personas que viven la vida detrás de una máscara.
Viajes, barrio con parque y piscina, servicio doméstico, y mucho tiempo
dedicado a guardar las apariencias. No son ricos, pero pretenden vivir como si
lo fueran, y allí es donde revelan sus peores miserias.
Escribe lindo Piñeiro, es una buena contadora de historias. Tanto,
que siempre en algún punto del relato, te deja con un nudo en la garganta.
Mariana entró en la ducha y se quedó bajo el chorro de agua
hasta que la modorra empezó a ceder. Cuando salió del baño envuelta en una
toalla, Antonia ya había regresado de llevar a los chicos al colegio, había
limpiado su cuarto y dejado una bandeja con su desayuno sobre la mesa de luz.
Evidentemente estas mujeres tienen otro biorritmo, pensó Mariana, son mulas de
carga. Y se tiró otros cinco minutos sobre la cama.
Antonia se agachó a levantar del piso la remera de spandex y piedritas brillantes que Mariana
había usado la noche anterior y notó que tenía un pequeño agujero. “Señora, ¿usted vio esto? Mariana se
acercó e inspeccionó la remera. “Parece
una chispa”, dijo Antonia. “Esto fue por
el cigarrillo de algún pelotudo. Cien dólares chamuscados en una postura…”
Mariana devolvió la remera al bollo de ropa sucia que llevaba Antonia y se
empezó a desenredar el pelo, Antonia inspeccionó el pequeño agujero debajo de
la axila. “¿Quiere que trate de zurcirla?”,
dijo con timidez. Mariana la miró. “¿Alguna
vez me viste usar algo zurcido?”
Antonia salió y fue al lavadero. Estaba contenta. Cuando
Mariana dejaba de usar alguna ropa se la regalaba, y esa remera era mucho más
de lo que hubiera soñado regalarle a su hija en su próximo cumpleaños. La
revisó antes de lavarla a mano. Sobre la tela negra, las piedritas brillantes
formaban círculos concéntricos que casi la mareaban. Estaban todas las
piedritas, intactas, y con dos puntadas el agujero desaparecería.
Cuando la remera cumplió su ciclo de lavado y planchado, Antonia
la subió al vestidor de Mariana, la dobló y la dejó en el casillero de las
remeras negras. Sabía que pronto sería suya, ojalá antes de que Paulina cumpla
años, pensó, pero no podía tomarse el atrevimiento de quedársela sin que su
patrona se lo permitiera.
Unos días después Mariana recibió a tres vecinas a tomar el
té. Las mujeres manejaban, entre otras cosas, el comedor infantil que estaba a
unas cuadras de la entrada de Altos de la Cascada. “Las Damas de los Altos” se hacían llamar, y estaban organizando
una fundación. “Lo que más necesitamos
son zapatillas, si no, cuando llueve, la mitad de los chicos no viene a comer
porque no pueden pasar por el barro descalzos, ¿vos podés creer?”, dijo la
que había elegido té de mango y frutilla. “Qué
increíble…” dijo Mariana, mientras Antonia le alcanzaba una tetera con más
agua caliente. “Gracias Antonia, por ahí
está bien”, le indicó a la empleada parada junto a ella con el agua de
recambio para la tetera.
Pasaron unos días y una mañana, cuando Antonia entró en el
cuarto de Mariana, encontró sobre el baúl, al pie de la cama, una pila de ropa
doblada. La segunda prenda empezando de abajo hacia arriba, era la remera negra
con piedritas brillantes. El resto era ropa de Mariana y de los chicos, en
desuso, y dos remeras de golf de Ernesto, descoloridas por el sol. “Poneme esa ropa en una bolsa que la va a
pasar a buscar Nane Ayerra”. Antonia no entendió, no era lo que Mariana
solía hacer con su ropa en desuso, siempre le daba todo a ella para que lo
llevara a Misiones y lo repartiera con la familia. “¿Sabés quién es Nane, no? Esa rubia mona que estuvo tomando el té el
otro día”. Antonia asintió aunque no sabía, ni escuchaba, ni entendía por
qué, esa remera que era casi suya iba a terminar en manos de una rubia mona. Si
una señora como esa tampoco usaría ropa zurcida. No se atrevió a preguntar,
buscó una bolsa y metió todo adentro. Cuando estaba por salir del cuarto,
Mariana la detuvo. “Ah, y si querés, el
viernes al mediodía en la casa de Nane, hacemos una feria americana para juntar
fondos para el comedor infantil. Es una feria exclusiva para empleadas
domésticas, así que quedate tranquila, que van a ser precios muy convenientes.
Todos, con mucho o poco, tenemos que ser solidarios, ¿no te parece?” Antonia
asintió, pero no sabía si le parecía, porque mucho no había entendido. O no
había escuchado, sólo pensaba en la remera negra de brillitos. A lo mejor se la
podía comprar. “Precios convenientes”
había dicho la señora. Ella no sabía que eran “precios convenientes”. Hasta diez, ella podía. O hasta quince,
porque la remera era muy fina, la señora la había comprado en Miami, y con dos
puntadas el agujero ni se vería.
Hasta que llegó Halloween. Mariana había comprado caramelos
para darles a los chicos que golpearan la puerta esa noche. Para las nueve ya
habían pasado tres grupos. A las nueve y cuarto tocaron el timbre otra vez.
Antonia fue a atender, con la orden de repartir los caramelos que quedaban y
despacharlos. A Mariana no le gustaba que interrumpieran a la hora de la cena.
Del otro lado se encontró con un grupo de nenas que bajaban de un coche que
manejaba Nane Ayerra. Nane también se bajó y le dijo a Antonia que llamara a la
señora. Se lo tuvo que decir dos veces porque Antonia, inmóvil, no podía hacer
otra cosa que mirar a la hija de Nane, una nena de unos ocho años disfrazada de
bruja, con uñas plateadas, colmillos filosos, un hilo de pintura roja corriendo
desde su boca, que llevaba puesta una pollera negra larga hasta el piso, y la
remera de piedritas brillantes que había sido de su patrona. “Te quería mostrar esto”, le dijo Nane a
Mariana cuando esta se asomó. “¡No te
creo, es mi remera!” (Antonia dijo: “Si,
es”, pero nadie la escuchó). “Viste
como son las chicas a esta edad, la vio cuando acomodaba las cosas para la
feria y se encaprichó que la quería para la Noche de Brujas, así que la saqué
de la venta. Pero ella sabe que después de Halloween me la tiene que devolver,
¿no?”. La nena no contestó, seguía cargando su canastita con los caramelos
de la bolsa que Antonia sostenía. “La
dejo que se saque el gusto y en la próxima feria la pongo a la venta”
Antonia estuvo todo el tiempo parada allí, mirando la
remera. Contó cinco piedritas brillantes que faltaban en los círculos
concéntricos. Pero por suerte no era en lugares muy destacados, dos en un
costado, casi llegando a la costura, dos cerca del dobladillo, y una debajo del
busto. Le dio pena, porque antes no le faltaba ninguna. Aunque así, con menos
piedritas, en la próxima feria iba a estar más “conveniente”, como decía su patrona. La mercadería fallada, siempre
vale menos, pensó.
Las viudas de los jueves – Claudia Piñeiro
1 de mayo de 2014
¡Déjenme en paz!
– ¿Ya te vas?
– Sí, se hace tarde, tengo que seguir trabajando
– La verdad, tendrías que hacer otra cosa, ese trabajo no es
para vos
¿De dónde salió toda esa cantidad de gente, que no tiene nada mejor que
hacer, que meter la nariz donde no se debe? ¡Dios! ¡Están por todas partes! Se han convertido en una plaga de proporciones bíblicas… Opinan, siempre opinan. Y no es que opinar sea algo malo, es que lo hacen cuando nadie está pidiendo una opinión.
– ¿Viste la última película de los hermanos Coen?
– Si, pero no me gustó
– No estoy de acuerdo
¡¿Perdón?! ¡¿Qué significa “no estoy de acuerdo”?!
Y no importa que digas que no te gusta el verano, el fútbol, o la cebolla. No importa, la respuesta casi siempre es la misma: “no estoy
de acuerdo”
Lo peor, es que uno no sabe cómo continuar con ese diálogo... Responder “y a mí que me importa” suena violento. Explicar que se trata de un gusto personal que no está sujeto a
debate tampoco funciona, porque el individuo seguirá sin acordar y
comenzará a discutir. ¿Será eso, querrán discutir? ¿Necesitarán discutir?
No, no quiero nada
¡Ya dije que no quiero nada!
¡No me vengan con conclusiones!
La única conclusión es morir
¡No me traigan estéticas!
¡No me hablen de moral!
¡Sáquenme de aquí la metafísica!
No me pregonen sistemas completos
No me muestren conquistas de las ciencias
(¡De las ciencias, Dios mío, de las ciencias!)
De las ciencias, de las artes, de la civilización moderna
¿Qué mal hice a todos los dioses?
¡Si tienen la verdad, guárdensela!
Soy técnico, pero tengo técnica sólo dentro de la técnica
Fuera de eso soy un loco, con todo el derecho a serlo
Con todo el derecho a serlo, ¿oyeron?
¡No me importunen, por el amor de Dios!
¿Me querían casado, insignificante, cotidiano y tributable?
¿Me querían lo contrario de esto, lo contrario de cualquier
cosa?
Si yo fuese otra persona, les daría, a todos, el gusto
¡Pero así, como soy, ténganme paciencia!
¡O váyanse al infierno sin mí!
¿Para qué tenemos que ir juntos?
¡Déjenme en paz! No tardo, que yo nunca tardo…
Que mientras tardan el Abismo y el Silencio ¡Quiero estar solo!
Álvaro de Campos (Fernando Pessoa) - Lisboa Revisitada
Fernando Pessoa
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