25 de abril de 2012

Galeano


No hay mucho que agregar, cuando se trata de Galeano. Pero me quedé pensando en algunas situaciones, en las que me apresuré a condenar las actitudes de algunas personas. Tal vez era yo el que no entendía… 


Uno tiene que tener mucho cuidado, al juzgar las cosas, o creer que entiende otras realidades. La primera vez que fui a Suecia, hace ya unos cuantos años, me tomé un taxi en Estocolmo, era un día de mucho frío por supuesto, como casi siempre. Y a la hora de pagar, el taxista abre la puerta, se baja del taxi y me abre la puerta a mí para que yo baje, y me cobra en la vereda.
Y me cayó muy mal eso. Y me dije ¿Cómo en un gobierno del partido socialista hay estos actos de servidumbre, qué es esta cosa tan chocante?
Entonces se lo comenté a mis amigos suecos, gente que ya conocía de otros andares por el mundo, y les dije: esto que me ha sucedido con el taxi me ha chocado mucho.
Y todos se empezaron a reír. Es todo lo contrario a lo que te estás imaginando, me dijeron. Esto es producto, de una ley socialista de protección a los trabajadores del taxi, para obligarlos a moverse. Porque en este asunto de abrir la puerta y cobrar afuera, se mueven, y al moverse la sangre circula, y al circular la sangre se reducen muchísimo las enfermedades -musculares, reumáticas- que son comunes en el oficio del taxista. O sea que yo había leído al revés. Y había leído al revés, porque me había apresurado a condenar algo que no entendía.

Eduardo Galeano

23 de abril de 2012

Diario de invierno





 No pretendes dar a entender que desapareció. Sólo que estaba menos presente que antes, la veías mucho menos, y si la mayoría de tus recuerdos de aquella época se limitan al pequeño mundo de tus ocupaciones infantiles, tu madre aparece vívidamente en varias ocasiones, en particular cuando tenías diez años y por el motivo que fuese te hiciste miembro de los Lobatos con una docena de amigos tuyos. No recuerdas la frecuencia de las reuniones, pero sospechas que eran una vez al mes, siempre en casa de un miembro distinto, y dirigía aquellos encuentros un grupo rotatorio de tres o cuatro mujeres, las llamadas madres de manada, una de las cuales era tu propia madre, lo que demuestra que su trabajo de agente inmobiliaria no era tan absorbente como para no tomarse alguna que otra tarde libre. Recuerdas cuánto te gustaba verla con su uniforme azul marino de madre de manada (qué absurdo, qué novedad), y también te acuerdas de que era la madre que más gustaba a los chicos, la más divertida, la más informal, la que menos dificultad tenía en suscitar su completa atención. Hubo una última o penúltima reunión en tu casa de Irving Avenue, y como a ninguno os apetecía comportaros como si fuerais soldaditos de plomo, tu madre preguntó a los chicos cómo querían pasar la tarde, y cuando la respuesta unánime fue jugar al béisbol, todos salisteis al jardín y organizasteis equipos para un partido. Como sólo erais diez o doce y no había jugadores suficientes, tu madre decidió participar también. Te pusiste enormemente contento, pero como nunca la habías visto esgrimir un bate, sólo contabas con que fallara tres veces y la expulsaran. Cuando en la segunda entrada mandó la bola por encima de la cabeza del jardinero izquierdo, te pusiste más que contento, te quedaste estupefacto. Aún puedes ver a tu madre corriendo entre las bases con su uniforme azul de madre de manada y hacer un home run: sin aliento, sonriente, absorbiendo las aclamaciones de los chicos. De todos los recuerdos que conservas de tu niñez, ése es el que te viene más a menudo.

Probablemente no era guapa, no era bella en la acepción clásica de la palabra, pero sí bastante bonita, más que atractiva para que los hombres la mirasen siempre que entraba en algún sitio.
Lo que le faltaba para ser una absoluta belleza, ese aspecto de estrella de cine que algunas mujeres tienen siendo o no estrellas de cine, lo compensaba emanando un aura de irresistible encanto, sobre todo cuando era joven, de los veintitantos a los cuarenta años, una misteriosa combinación de presencia, desenvoltura y elegancia, la ropa que insinuaba pero no exageraba la sensualidad de la persona que la llevaba, el perfume, el maquillaje, las joyas, un peinado con estilo, y, sobre todo, la traviesa expresión de sus ojos, a la vez directa y recatada, una mirada de confianza en sí misma, y aunque no fuese la mujer más bella del mundo, se comportaba como si lo fuera, y una mujer capaz de lograr eso hacía inevitablemente que la gente se volviera a mirarla.
Habitaban en ella tres mujeres, tres personas distintas que no parecían guardar relación entre sí, y a medida que te hacías mayor y empezabas a mirarla con otros ojos, a verla como alguien que no era sólo tu madre, nunca sabías qué máscara llevaba en un día concreto. A un lado estaba la diva, la persona encantadora, suntuosamente engalanada, que embelesaba al mundo en público. En medio, había una mujer seria y responsable, una persona inteligente y humana, la que te cuidaba de pequeño, la que iba a trabajar, la mujer que emprendió pequeños negocios a lo largo de muchos años, la insuperable contadora de chistes y un as de los crucigramas, una persona con los pies firmemente plantados en la tierra: competente, generosa, observadora del mundo que la rodeaba, ferviente progresista en política, sabia dispensadora de consejos. Al otro lado, en el extremo de su personalidad, estaba la débil y asustadiza neurótica, la desamparada criatura presa de virulentos ataques de ansiedad, la mujer llena de fobias cuyas incapacidades fueron creciendo con el paso de los años, de un incipiente miedo a las alturas a una propagación metastásica de múltiples formas de parálisis: miedo a las escaleras mecánicas, miedo a los aviones, a los ascensores, a conducir un coche, a acercarse a las ventanas de las plantas más altas de un edificio, a quedarse sola, a los espacios abiertos, miedo a ir andando a cualquier sitio (creía que iba a perder el equilibrio o el conocimiento), y a una omnipresente hipocondría que poco a poco alcanzó las más exaltadas cumbres del terror. En otras palabras, miedo a la muerte, que en el fondo no es probablemente distinto de decir: miedo a vivir. Cuando envejeció, ya no hubo risas. Sólo el vacío que giraba en su cabeza, el nudo en su vientre, los sudores fríos, unas manos invisibles que apretaban su garganta.

Su segundo matrimonio fue un clamoroso éxito, ese con el que todo el mundo sueña; hasta que dejó de serlo. Te alegrabas de verla tan feliz, tan claramente enamorada, y su nuevo marido te gustó sin reservas no sólo porque estaba enamorado de tu madre sino porque sabía cómo quererla de una forma que, según pensabas, necesitaba ella que la quisieran. Seguía siendo joven, después de todo, aún no había cumplido los cuarenta, y como él tenía dos años menos que ella, te sobraban motivos para esperar que vivieran juntos mucho tiempo y murieran uno en brazos de otro. Pero tu padrastro no gozaba de buena salud. Fuerte y vigoroso como parecía, arrastraba la maldición de un corazón débil, y a raíz de una primera crisis coronaria apenas cumplidos los treinta, tuvo su segundo ataque importante un año después de la boda, y de entonces en adelante hubo un elemento de aprensión que pendía sobre su vida en común y que no hizo más que agravarse cuando le sobrevino el tercer ataque un par de años después. Tu madre vivía con el constante temor de perderlo, y viste con tus propios ojos cómo esos miedos la iban desquiciando, exacerbando poco a poco la flaqueza que durante tanto tiempo había procurado ocultar, la fóbica personalidad que emergió plenamente durante los últimos años de su convivencia, y cuando su marido murió a los cincuenta y cuatro años, ella ya no era la misma persona que había sido cuando se casaron.
La última y desesperada medida para un drama que se había considerado casi sin esperanzas, y la horripilante visión de tu padrastro yaciendo mortalmente enfermo en aquella cama, con tantos tubos y conectado a tantas máquinas que la habitación parecía un decorado de película de ciencia ficción, y cuando entraste a verlo te quedaste tan atónito y abatido que tuviste que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Tu mujer y tú os alojabais con tu madre en Palo Alto, en una casa deshabitada que le había prestado un amigo desconocido, y aquella noche, os sentasteis a la mesa del comedor para beber algo, y justo cuando creías imposible que alguien pronunciara una palabra más, cuando parecía que la pesadumbre os había hecho perder el habla, tu madre empezó a contar chistes. Uno detrás de otro, y luego otro seguido de uno más, chistes tan divertidos que tu mujer y tú reísteis hasta quedaros sin aliento, una hora, dos horas seguidas de chistes, contado cada uno de ellos con ritmo tan magistral, con un lenguaje tan fresco y económico que llegó un momento en que pensaste que ibas a reventar de risa. Los tres enloquecisteis un poco aquella noche, pero las circunstancias eran tan lúgubres e intolerables que necesitabais algo de locura, y como fuera, tu madre halló fuerzas para provocarla. Un momento de extraordinario valor, te pareció, un ejemplo sublime de cómo era cuando daba lo mejor de sí misma; por enorme que fuese tu pena aquella noche, sabías que no era nada, absolutamente nada, comparada con la suya.

Crees que fue entonces cuando ella murió a su vez. Su corazón siguió latiendo veinte años más, pero el fallecimiento de tu padrastro también fue su final, y después ya nunca recobró el equilibrio. Poco a poco, su dolor se fue transformando en una especie de resentimiento (¿Cómo se atreve a morirse y dejarme sola?), y aunque te daba pena oírla hablar así, comprendías que estaba asustada, buscando una forma de arriesgarse a dar el próximo paso y avanzar renqueando hacia el futuro.

No, no fueron los mejores años, pero tampoco quieres dar la impresión de que fue una época de continua melancolía y desconcierto. Viajaba a Connecticut a intervalos regulares a ver a tu hermana, pasaba muchos fines de semana contigo en tu casa de Brooklyn, veía a su nieta actuar en representaciones escolares y cantar sus solos en el coro del instituto, seguía el creciente interés de su nieto por la fotografía, y después de todos aquellos años en la lejana California, ahora volvía a formar parte de tu vida. Seguía cautivando a la gente en público, incluso a sus setenta y tantos años, porque en algún pequeño rincón de su mente seguía viéndose como una estrella, como la mujer más bella del mundo, y siempre que salía de su limitada y enclaustrada vida, parecía que su vanidad se mantenía intacta. Ahora te entristecía ver en lo que en buena medida se había convertido, pero te resultaba imposible no admirarla por aquella vanidad, por ser aún capaz de contar un buen chiste cuando la gente la estaba escuchando.

Esparciste sus cenizas en el bosque de Prospect Park. Cinco de vosotros estabais presentes aquel día –tu mujer, tu hija, tu tía carnal, tu tía segunda Regina y tú– y escogiste el Prospect Park de Brooklyn porque tu madre había jugado allí de pequeña con frecuencia. Uno por uno, fuisteis leyendo poemas en voz alta, y luego, cuando abriste la urna rectangular de metal y echaste las cenizas sobre la maleza y las hojas muertas, tu tía carnal (normalmente poco expresiva, una de las personas más reservadas que has conocido) sucumbió a un acceso de lágrimas mientras repetía una y otra vez el nombre de su hermana pequeña. Un par de semanas después, en una tarde resplandeciente de finales de mayo, tu mujer y tú sacasteis al perro a dar un paseo por el parque. Sugeriste pasar por el sitio en donde habías esparcido las cenizas de tu madre, pero cuando aún os encontrabais por un sendero, a más de doscientos metros de la linde del bosque, empezaste a sentirte débil y mareado, y aunque tomabas pastillas para controlar tu reciente afección, notaste que te venía otro ataque de pánico. Te agarraste al brazo de tu mujer, disteis media vuelta y os fuisteis a casa. Eso fue hace casi nueve años. Desde entonces no has intentado volver a ese bosque.