9 de enero de 2014

Casi tan salvaje

Me llegó por correo, en una lista de lecturas sugeridas.
Me gustó mucho. [Reseña]


No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso. Creo que podría ajustar mi vida a ello. ¡Se ha acabado el queso rallado!, descubro el paquete vacío. Me alarmo. Pero hay queso en la despensa y un rallador en el armario y he perdido la costumbre de aunarlos. Hoy me he levantado a las seis, he planchado, he enviado dos correos y he contemplado a mis hijos mientras dormían. Aunque no me reclamaban, les he arrancado la sábana y los he despertado. Porque a veces, también es lo que no se pide. Sobre todo, lo que no se pide. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso y también lo que no se pide. El verbo dar. Un estadio primitivo. Ni siquiera precursor del trueque. Sacarse una muela y que consista en entregar una muela. Sacarse un hijo y que consista en entregar un hijo. La entrega. Una mujer que se llama Marisa y que llama Marisa a su taza. Marisa, al aparador. Marisa, a su calle y a su coche. ¿Marisa Marisa?, pregunta a los vecinos. Los vecinos le sonríen como si fuera estúpida. No se dan cuenta de que hablen de lo que hablen, también ellos están siempre hablando de ellos.
Y sin embargo, no basta la entrega.
No basta la empatía.
La simbiosis.
La historia de ese hombre gordo que se rodeó de cosas enormes para atenuar su gordura. Cosas voluminosas. Palacios. Balaustradas de caoba. Mil hectáreas de terreno. Todos sus criados eran gordos. Todos sus consejeros. Comía mucho. Codornices en el desayuno. El zumo de cien melones. Un día, un hombre flaco se internó por descuido en su bosque. Traía las costillas esculpidas. Bayas y arándanos. Las manos llenas de diminutas moras. Hacía tiempo que el hombre gordo no veía a nadie tan escuálido.
- ¿Tienes hambre?, le preguntó.
- No es el hambre lo que me mueve, Señor -contestó el hombre flaco- Podría comer corzos y jabalíes. Soy un buen cazador. Pero sólo robo frutos pequeños para atenuar mi delgadez. Y se alejó con su corona de mosquitos. Porque no basta disponer de un bosque, de mosquitos o de un calendario laboral al que adaptarse. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso y también lo que no se pide; nunca un bosque ni mosquitos; tampoco un calendario laboral al que adaptarse.
¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. 
Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan.

Casi tan salvaje - Isabel González