22 de febrero de 2016

La lucha contra el miedo

Lucy Freeman  

...Pero de niña, no era capaz de tomar en consideración a nadie más. No me importaba la gente, porque estaba demasiado atemorizada para pensar en los demás. (Uno, de niño, confía una vez, y si la confianza se vuelve contra uno, es difícil volver a confiar nuevamente). A la vez, no podía creer que alguien confiara en mí, porque yo misma no me tenía confianza. Por mucho que la gente me dijera lo buena que yo era, no le creía. Un millar, un millón, no son suficientes para darle confianza al que ha perdido la fe en sí mismo. Me sentía diferente de todos los demás. Deseaba ser como los otros, pero algo en mi interior me hacía diferente.
¡Me sentía como un maldito monstruo! Le dije rabiosa a John. 
Mientras estaba tendida en el sofá, me invadió de nuevo la sensación de soledad que me perseguía. Mi furiosa huida era para escapar al convencimiento de que me encontraba sola. (¡No tengo que darme cuenta nunca de lo abandonada que me encuentro, o estoy perdida!)
Porque me sentía tan sola, tenía que estar segura de no estar nunca sola. (Está siempre con gente, haz siempre algo, así no tendrás tiempo de recordar lo sola que te encuentras)…
…Huía de mi cuarto como si lo habitaran diablos. Buscaba películas, partidas de bridge, invitaciones a bailar, amigos que me acompañaran, cualquier cosa con tal de estar en movimiento. 
Por causa de mi soledad, hice cosas desesperadas, porque en su soledad, los hombres cometen actos desesperados. La soledad roe el cuerpo y el alma, y a veces un hombre puede destruir a los demás, o destruirse, porque le resulta imposible tolerar la soledad.
Mi soledad era producto de mi vacío y de mi sufrimiento, y no podía pedirle a nadie que se hiciera cargo de mi terror. Es el solitario el que exige más de los otros, decía John, y al mismo tiempo, no puede aceptar nada de nadie.
Al reconocer a la soledad, llegué a conocer su manto, la autocompasión, en cuyo engañoso abrigo me había cobijado durante años. Era difícil abandonarla, porque me parecía el único calor que había recibido en mi vida. Cuando la gente carece de amor se vuelve hacia la autocompasión, como sustituto, porque eso es mejor que nada, decía John. Yo era, en verdad, un alma dividida, hambrienta de afecto por un lado, y rechazándolo por el otro.
Carecía de la fuerza suficiente para hacer algo por los demás. Era voluntariosa, pero eso no era fuerza, aunque a veces pudiera confundirse con ella. Una voluntad fuerte es obstinada e inflexible. La verdadera fuerza tiene flexibilidad y suavidad, al mismo tiempo que firmeza.
Estaba demasiado asustada para emprender algo por mí misma. Me faltaba columna vertebral y estructura ósea, era viscosa como las medusas a cuyo lado solía pasar nadando, con un escalofrío, todos los otoños.
Nunca admitía abiertamente que me tenía lástima. Pero moqueaba y resoplaba y tenía sinusitis y pensaba: ¡Pobrecita, a nadie le importa de mí!
La persona feliz desea amor… La desdichada desea amor y que la quieran, dijo John
-¿Y por que soy desdichada? Pregunté. Seguía preguntando lo mismo, cuatro años después de preguntarlo por primera vez.
Porque usted no se quiere, porque siente que no fue amada en su niñez, dijo John con paciencia, como si no se lo hubiese preguntado nunca.
-¿Y eso es todo?
Eso es bastante para cualquiera, respondió John.

Lucy Freeman  (1916 - 2004)

Destacada reportera del New York Times, reconocida por su cobertura periodística en temas de psiquiatría y salud mental. En su primer libro, “La lucha contra el miedo” publicado en 1951, narró su propia experiencia como paciente de psicoanálisis. Fue autora de 77 libros, entre los que se encuentran novelas de misterio, memorias y estudios detallados sobre las teorías de Freud.