Oliver Sacks
El doctor P. era un músico distinguido, había sido famoso
como cantante, y luego había pasado a ser profesor de la Escuela de Música
local. Fue en ella, en relación con sus alumnos, donde empezaron a producirse
ciertos extraños problemas. A veces un estudiante se presentaba al doctor P. y
el doctor P. no lo reconocía; o, mejor, no identificaba su cara. En cuanto el
estudiante hablaba, lo reconocía por la voz. Estos incidentes se multiplicaron,
provocando situaciones embarazosas, perplejidad, miedo... y, a veces,
situaciones cómicas. Porque el doctor P. no sólo fracasaba cada vez más en la
tarea de identificar caras, sino que veía caras donde no las había: podía
ponerse, afablemente, a lo Magoo, a dar palmaditas en la cabeza a las bocas de
incendios y a los parquímetros, creyéndolos cabezas de niños; podía dirigirse
cordialmente a las prominencias talladas del mobiliario y quedarse asombrado de
que no contestasen. Al principio todos se habían tomado estos extraños errores
como gracias o bromas, incluido el propio doctor P. ¿Acaso no había tenido
siempre un sentido del humor un poco raro y cierta tendencia a bromas y
paradojas tipo Zen? Sus facultades musicales seguían siendo tan asombrosas como
siempre; no se sentía mal... nunca en su vida se había sentido mejor; y los
errores eran tan ridículos (y tan ingeniosos) que difícilmente podían
considerarse serios o presagio de algo serio. La idea de que hubiese «algo
raro» no afloró hasta unos tres años después, cuando se le diagnosticó diabetes.
Sabiendo muy bien que la diabetes le podía afectar a la vista, el doctor P.
consultó a un oftalmólogo, que le hizo un cuidadoso historial clínico y un
meticuloso examen de los ojos. «No tiene usted nada en la vista», le dijo.
«Pero tiene usted problemas en las zonas visuales del cerebro. Yo no puedo
ayudarle, ha de ver usted a un neurólogo.» Y así, como consecuencia de este
consejo, el doctor P. acudió a mí.
Se hizo evidente a los pocos segundos de iniciar mi
entrevista con él que no había rastro de demencia en el sentido ordinario del
término. Era un hombre muy culto, simpático, hablaba bien, con fluidez, tenía
imaginación, sentido del humor. Yo no acababa de entender por qué lo habían
mandado a nuestra clínica.
-¿Y qué le pasa a usted? -le pregunté por fin.
-A mí me parece que nada -me contestó con una sonrisa- pero
todos me dicen que me pasa algo raro en la vista.
-Pero usted no nota ningún problema en la vista.
-No, directamente no, pero a veces cometo errores.
Salí un momento del despacho para hablar con su esposa.
Cuando volví, él estaba sentado junto a la ventana muy tranquilo, atento,
escuchando más que mirando afuera.
-Tráfico -dijo- ruidos callejeros, trenes a lo lejos...
componen como una sinfonía, ¿verdad, doctor? ¿Conoce usted Pacific 234 de
Honegger?
Qué hombre tan encantador, pensé. ¿Cómo puede tener algo
grave? ¿Me permitirá examinarle?
-Sí, claro, doctor Sacks.
Apacigüé mi inquietud, y creo que la suya, con la rutina
tranquilizadora de un examen neurológico: potencia muscular, coordinación,
reflejos, tono... Y cuando examinaba los reflejos (un poco anormales en el lado
izquierdo) se produjo la primera experiencia extraña. Yo le había quitado el
zapato izquierdo y le había rascado en la planta del pie con una llave (un test
de reflejos frívolo en apariencia pero fundamental) y luego, excusándome para
guardar el oftalmoscopio, lo dejé que se pusiera el zapato. Comprobé
sorprendido al cabo de un minuto que no lo había hecho.
-¿Quiere que le ayude? -pregunté.
-¿Ayudarme a qué? ¿Ayudar a quién?
-Ayudarle a usted a ponerse el zapato.
-Ah, sí -dijo- se me había olvidado el zapato -y añadió, sotto
voce-: ¿El zapato? ¿El zapato?
Parecía perplejo.
-El zapato -repetí-. Debería usted ponérselo.
Continuaba mirando hacia abajo, aunque no al zapato, con una
concentración intensa pero impropia. Por último posó la mirada en su propio
pie.
-¿Éste es mi zapato, verdad?
¿Había oído mal yo? ¿Había visto mal él?
-Es la vista -explicó, y dirigió la mano hacia el pie-. Éste
es mi zapato, ¿verdad?
-No, no lo es. Ése es el pie. El zapato está ahí.
-¡Ah! Creí que era el pie.
¿Bromeaba? ¿Estaba loco? ¿Estaba ciego? Si aquél era uno de
sus «extraños errores», era el error más extraño con que yo me había tropezado
en mi vida.
Le ayudé a ponerse el zapato (el pie), para evitar más
complicaciones. Él, por otra parte, estaba muy tranquilo, indiferente, hasta
parecía haberle hecho gracia el incidente. Seguí con el examen. Tenía muy buena
vista: veía perfectamente un alfiler puesto en el suelo, aunque a veces no lo
localizaba si quedaba a su izquierda.
Veía perfectamente, pero ¿qué veía? Abrí un ejemplar de la
revista National Geographic y le pedí que me describiese unas fotos.
Las respuestas fueron en este caso muy curiosas. Los ojos
iban de una cosa a otra, captando pequeños detalles, rasgos aislados. Una
claridad chocante, un color, una forma captaban su atención y provocaban
comentarios... pero no percibió en ningún caso la escena en su conjunto. No era
capaz de ver la totalidad, sólo veía detalles, que localizaba como señales en
una pantalla de radar. Nunca establecía relación con la imagen como un todo...
nunca abordaba, digamos, su fisonomía. Le era imposible captar un paisaje, una
escena.
Le enseñé la portada de la revista, una extensión
ininterrumpida de dunas del Sahara.
-¿Qué ve usted aquí? -le pregunté.
-Veo un río -dijo-. Y un parador pequeño con la terraza que
da al río. Hay gente cenando en la terraza. Veo unas cuantas sombrillas de
colores.
No miraba, si aquello era «mirar», la portada sino el vacío,
y confabulaba rasgos inexistentes, como si la ausencia de rasgos diferenciados
en la fotografía real le hubiese empujado a imaginar el río y la terraza y las
sombrillas de colores.
Aunque yo debí poner mucha cara de horror, él parecía
convencido de que lo había hecho muy aceptablemente. Hasta esbozó una sombra de
sonrisa. Pareció también decidir que la visita había terminado y empezó a mirar
en torno buscando el sombrero. Extendió la mano y agarró a su esposa por la
cabeza intentando ponérsela. ¡Parecía haber confundido a su mujer con un
sombrero! Ella daba la impresión de estar habituada a aquellos percances.
Oliver Sacks - El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero