25 de noviembre de 2013

El revés del alma

Ya no sé si soy yo el que busca estos libros, o si son ellos los que me encuentran a mí. Me está gustando mucho leer esta novela, hace honor a su título, es realmente un viaje hacia el revés del alma. 


Intento abrir la ventanilla del baño, la que da al patio de luz. En su oscuridad cavernosa las ropas colgadas parecen banderas muertas. Quiero dejar entrar el aire, pero está atascada, apenas logro abrirla unos centímetros. Me levanto sin rumbo fijo, aunque en este par de cuartos, cocina y baño, no tengo muchos destinos posibles. Miro a mi alrededor: ropa en el suelo, copas sobre la mesa, libros abiertos, la cama deshecha. Un viento nostálgico se cuela por la diminuta abertura de la ventana del baño. Echo de menos la casa de la “Reina Madre”, la mesa dispuesta por la mañana desde temprano, el pan tibio, oloroso, los potecitos de mermelada. Y Marcelina, siempre contenta de compartir alguna humorada de esas simples y transparentes, sin los dobles sentidos que siempre se me escapan en las reuniones de mis amigos. Pobre mamá, ella no tiene la culpa. Construyó su castillo para nosotros, para que fuéramos felices… y le fallamos. Quiso por hija a Gretel, a Rapunzel, niñas inocentes, amables, heroicas, y en su lugar llegué yo. Anheló un príncipe valiente, recio y fuerte que con su brío derribara hasta al más fervoroso de los enemigos, y en su lugar llegó mi padre. Un Peter Pan estacionado en la nostalgia de su infancia.
Movida por estos pensamientos ordeno la cama, abro las ventanas, limpio el polvo de mesas y repisas; pongo en su lugar los libros, lavo las copas, riego el cardenal del balcón, le saco brillo al espejo de la sala… y se abre una inesperada perspectiva de luz.
Desde pequeña veía a mi madre yendo y viniendo por la casa sin cesar, pasando el dedo por encima de los muebles para asegurarse de que no tuvieran polvo, sacando y poniendo flores de una vasija hasta lograr una composición perfecta. Me gustaba espiarla oculta en un rincón, imaginando que en ese continuo sin fin encontraría la clave de su ser. Y fue en una de aquellas ocasiones, cuando de pronto vi el piso oscilar, crujir y abrirse bajos sus pies. La vi caer por un precipicio de vasijas, tijeras, terciopelos, repollos, rosas, zapatos y mermeladas. La vi precipitándose al vacío sin poder agarrarse de nada, porque al intentarlo los objetos se desintegraban en sus dedos. La vi caer, desgarrarse la ropa, golpearse la cabeza con los cantos del precipicio, sangrar hasta volverse un amasijo de carne sanguinolenta. A partir de aquel día, cuando ella me pedía ayuda para preparar una salsa de chocolate o sacar la ropa de verano y guardar la de invierno, yo corría a perderme para que no me arrastrara en su abismo. Mucho tiempo después, cuando leí a Salinger, esa imagen del despeñadero por donde caían los niños volviéndose adultos me recordó mi pesadilla.
Mientras pienso en estas cosas, doblo las camisas de Rodrigo hacia un lado y luego hacia el otro, las blancas a un costado, las de colores al otro, enseguida las poleras azules, las blancas y las negras. Los suéteres en la repisa de más abajo, los de cuello tortuga, los de cuello en V y los de cuello redondo. Nadie lo pensaría, pero Rodrigo es un poco inseguro con respecto a su apariencia. Antes de salir, siempre me pide mi opinión, aunque hace tiempo que ya no lo miro, simplemente apruebo como se aprueba la gracia de un niño por enésima vez, mientras se piensa en otra cosa.
Cuando lo conocí yo tenía diecisiete años, sin embargo, aparentaba trece. Era mi primer año de teatro. Para que nadie advirtiera mi flacura y, por consiguiente, fuera obligada a comer, ocultaba mi cuerpo bajo innumerables suéteres, medias y pantalones un par de tallas más grandes que la mía. De todos los cursos a los cuales asistía, la clase de movimiento que impartía Rodrigo era mi mayor martirio. Nunca me he sentido tan inapropiada como en ese par de horas. La sala olía a hembra, y los humores de mis compañeras dejaban en evidencia mi imposibilidad de ser como ellas. Sus movimientos más nimios se transformaban en gestos cargados de erotismo y sus gritos guturales que acompañaban algunos ejercicios, se acercaban a los gemidos que yo imaginaba debía provocar el acto sexual. Yo me pasaba la mayor parte del tiempo en el rincón más apartado de la sala.
No obstante, un día, mientras intentaba expresar con mi cuerpo la potencia del viento, algo cambió. Me despojé de todo lo que llevaba puesto. No sé qué fuerza se adueñó de mí, sólo sabía en ese momento que mis infinitas pieles de cebolla laboriosamente tejidas durante años, pesaban toneladas y me fijaban al suelo y que el viento no podía levantar ese peso. Mi cuerpo tomó posesión de la sala, desatando la más feroz de las tormentas. Mis brazos cortaban el cielo, mi torso se doblaba hasta quebrarse y mis pies se elevaban impulsados por la energía del viento. Al terminar caí al suelo, estaba exhausta, sudaba de pies a cabeza. De pronto escuché un zumbido en mis oídos que se fue haciendo más intenso hasta llenar todo el espacio. Eran mis compañeras que aplaudían, una inesperada felicidad recorrió mi cuerpo, un manto pacífico y cálido. Me quedé quieta, sin decir palabra. Rodrigo se acercó a mí, me tomó suavemente por los codos y me ayudó a levantarme. Vi una extraña expresión en sus ojos donde se combinaban la dulzura y la desesperación. Después de ese día con frecuencia sentí su mirada cuando él creía que no podía verlo, rozándome el cuello o intentando hundirse en mis ojos bajos. Me parecía imposible que Rodrigo, amor platónico de toda la escuela, se fijara en mí. Algo andaba mal…

…Desde entonces hasta hoy, temo la llegada de aquel momento cuando mi cuerpo de mujer logre traspasar las barreras que le he impuesto, a fuerza de comer casi nada o vomitar todo lo que pruebo. Me lo imagino estallando, aflorando a través de mis huesos, avanzando como la lava de un volcán, desparramándose inclemente, hasta cubrirme de adiposas e infernales cavidades. Mientras tanto, Rodrigo aún me mira con ojos embelesados y venera la ausencia total de curvas en mi cuerpo.
Dos meses después me trasladé a vivir con él. Inútiles fueron los intentos de mi madre por disuadirme. “Estás destruyendo tu vida” me dijo. “No llegarás a ninguna parte por ese camino”. Tantas esperanzas que había puesto en mí, las clases de ballet, de canto, de francés, ¿para qué?, ¿para que me fuera a vivir a un barrio de mierda con un actorcito desconocido ocho años mayor que yo? Qué diría la familia, sus amigas. Yo sabía que salir de mi casa era la única forma de salvarme. Mi madre me ahogaba y Rodrigo parecía quererme.
Pero de eso hace mucho tiempo, ahora debo terminar mi café y vestirme, ya es hora de partir. El cielo tras las aburridas nubes de acero tiene un tono azul muy claro, transparente casi.

El revés del alma - Carla Guelfenbein 

4 comentarios:

  1. Wow, ¡tiene pinta!
    Me gusta tu blog, saludos!

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    1. Si, pinta bien, muy bien. Recién voy por la mitad... Seguro me va a pasar como siempre con esta clase de novelas, no las quiero terminar, no quiero llegar a la última página....
      Eso es lo único malo que tienen las buenas historias, en algún momento se terminan...
      Saludos! Y gracias por pasar y por comentar!

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  2. Tiene muy buena pinta. La acabo de buscar por Internet y en la librería en la que suelo comprar la tienen. A ver si la compro, aunque estoy leyendo tantos libros ahora mismo que no debería, jajaja.
    Un beso Dan

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    1. Compralo... Hacer cosas que no deberíamos, suele ser bastante interesante :p
      Beso!

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