24 de abril de 2014

Las ninfas

“ y el carmín era fuego en mi frente, y sólo mucho después comprobé,
mirando su boca, que no llevaba carmín”

Francisco Umbral

Esta semana volví a leer “Las ninfas”, de Francisco Umbral. Fue el primer libro que leí por mi cuenta y por deseo propio, siendo muy chico. Aún estaba cursando la escuela primaria cuando lo leí por primera vez.
Al libro lo encontré en la casa de mi abuela durante un verano, lo había dejado olvidado una de mis primas, que ya estaba con la cabeza en cosas más importantes, muy de novia y a punto de casarse.
Lo leí a escondidas durante ese verano, en la terraza, a la sombra del follaje de un naranjo enorme que cubría casi todo el techo de la casa de mi abuela.
Y ahora lo acabo de terminar de leer, y más que nunca, tengo la sensación de que hoy no sería quien soy si no lo hubiera leído durante mi niñez. Es una sensación rara, difícil de explicar, es como si el libro fuera yo, o parte de mí, o parte de lo que soy. 
En fin, no era un libro para que cayera en manos de un chico, es un libro para adultos, o adolescentes por lo menos. Pero evidentemente tuvo una gran influencia en mi cabecita virgen de aquellos años. Y quien sabe, tal vez si sólo me hubiera quedado con la lectura de “Oliver Twist” y “Mi planta de naranja lima”, hoy no sería quien soy…


…Subimos o bajamos escaleras, no sé. Siempre respirando la atmósfera turbia y coloreada del vino, aquella humedad roja que se extendía por las paredes, por el aire y por la luz. Luego estuvimos solos en una habitación que era como un panteón medieval, un sótano como una tumba de madera negra con mucho envigado. Al fondo de la estancia, bajo una bombilla muy escasa, había como un gran barreño de madera, como una gran cuba cortada y llena de vino, que yo había visto otras veces en otras vinaterías y almacenes de vinos.
María Antonieta se quitó con mucho cuidado una cinta del pelo, como si al hacerlo se le fuese a caer rodando la cabeza, siempre un poco hierática. Y le dije me gusta tu cinta y se echó a reír. Y luego se quitó toda la bisutería -sin duda de precio- que llevaba encima, dejando sobre una cuba aquel montoncito de brillos, pendientes, collares, joyeles, diademas, sortijas, pulseras y cosas. Y le dije, así estás más bella, así estás mejor. Y ella me dijo estás borracho princeso, pero yo no estaba borracho. 
Y luego se quitó el vestido, retorciéndose mucho por las estrecheces de la ropa, desprendiendo con todo cuidado los botones, herretes, corchetes y cosas que llevan las mujeres. Y así me gustaba más que nunca, y también se quitó los zapatos de señorita. Y luego se quitó las medias con ligas, pues se había vestido concienzudamente, siendo así que pensaba desvestirse enseguida -conmigo- en la vinatería. Y aprendí para siempre, aunque estuviese borracho -que no lo estaba- que las mujeres se visten más el día que más prestas están a desnudarse.
Me gustaba así, con el pelo suelto, con la piel más morena o más pálida de lo que yo había imaginado, con las piernas desnudas y los pies descalzos. Otra vez infantil, niña, ninfa. Sin todo el odioso revestimiento de madurez y riqueza que se ponía encima para salir a la calle. Cuando se deshizo de sus claras y finas y transparentes y breves lencerías interiores, ya no sonreía, estaba seria como ganada por la gravedad del momento.
María Antonieta dio unos pasos, casi de puntillas, hacia aquella especie de gran barreño lleno de vino y se metió dentro. Y el vino le llegaba por debajo de las rodillas y estaba con los brazos cruzados sobre el pecho, cogiéndose los codos, como si la fuesen a bautizar con vino. Y a mí me recordó no sé qué láminas, no sé qué libros, no sé qué cuadros. ¿Vienes? dijo, y se sentó dentro del vino, que así le llegaba por las caderas. Y salían de aquel baño de vino sus senos tenues y sus rodillas fuertes, luminosas. ¿Vienes? Y me desnudé y me metí en el barreño con ella y era divertido estar allí. Y nos besamos y nos salpicamos con vino y nos dimos de beber uno al otro, en el cuenco de las manos.
No sé en qué momento salimos del vino y nos echamos sobre un camastro que yo no había visto y que quizá no fuese sino un montón de pellejos vacíos, con una manta encima. Y su cuerpo estaba amargo de vino, pero la besé con minuciosidad, la devoré con devoción, como luego ella a mí. De modo que a ratos nos reíamos y a ratos jadeábamos, y debajo del sabor del vino estaba el sabor blanco y joven de su cuerpo. Y probé a poseerla y a ser poseído. Y al final me acariciaba el pelo con ternura, estás manchado de vino, decía riendo, y aquello era tan obvio que era divertido que lo dijese. Y yo miraba la bombilla como un fruto mezquino, intensa de pronto como un sol, mientras cerraba los ojos y me decía que había ido hasta lo más hondo de una mujer, más allá del tiempo y el espacio. Porque poseyendo a una mujer se posee algo más, algo que ya no es ella, la dimensión desconocida. Esa entidad de sombra y de luz, de fuego y de velocidad que anda presentida más allá de la vida. Ese vacío tan colmado, esa plenitud tan ligera en la que uno cae como en una muerte que no fuese la muerte, sino esa cosa dulce y vertiginosa que debiera ser la muerte.

Las ninfas - Francisco Umbral

9 comentarios:

  1. ¡Qué calorrrrrr!!!!
    Qué buenooooo

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    1. Ahora que lo decís, me parece que tendría que editar la entrada y recomendar que antes de leer eso, tengan a mano una buena cantidad de hielo. Jajaja!
      Aunque en realidad, ni siquiera tenía la esperanza de que alguien se tomara el trabajo de leer, es muy largo...
      Beso caluroso! :p

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  2. Tengo una historia similar. Cuando era chica, mi mamá tenía 3 antologías eróticas en la biblioteca, justo al lado del equipo de música. Y cuando ella se iba a dar clases a la mañana y me quedaba sola en casa, yo me leía dos o tres cuentos. Eran de autores de renombre, no esas novelitas medio porno, o sea que o no entendía nada, o entendía cosas extrañas. Me causaban una fascinación terrible -el mismo sentimiento que me evocó la lectura de este fragmento-, una mezcla de maravilla y pudor.
    Después me llegaba el momento de la culpa, cuando creía que había guardado los libros al revés y entonces ella se iba a dar cuenta.
    Lo prohibido es más tentador, viste...

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    1. Me hiciste acordar, no tenía presente el recuerdo de la culpa. En mi caso, saqué el libro de una pequeña biblioteca y lo escondí en la parte inferior de un armario, donde mi abuela guardaba diarios y revistas viejas. Y recién después de concretar el “robo”, me di cuenta que alguien podía notar que faltaba un libro en la biblioteca. (Era un nene bastante tonto, casi tanto como ahora) :p
      Pasé mucho tiempo torturándome, imaginando que me iban a descubrir. Y recuerdo que varias veces pensé en devolverlo a su lugar, pero no lo hice, porque supuse que ya era tarde. Imaginé que ya habían notado que en la biblioteca faltaba un libro, y que si aparecía otra vez en su lugar, todos iban a sospechar que yo era el culpable. Creía que me había metido en un gran lío, pero al final, nunca pasó nada de todo eso que imaginé. (Tal vez porque cuando somos chicos, pensamos que todo el mundo está muy pendiente de nosotros, y en realidad no es tan así)
      Y si, lo prohibido es tentador, y no sólo durante la niñez… (por suerte)
      Gracias por pasar y comentar!
      Beso!

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  3. A mi me pasó una cosa parecida con unos libros de mi mamá. Siempre hay libros que nos marcan ¿verdad?
    Me ha gustado lo que he leído: tu escrito y el fragmento del libro. Lo he encontrado tierno y todo!

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    1. Sí, siempre hay algo que nos marca, especialmente cuando somos niños y estamos descubriendo el mundo. Y es interesante, que nuestros padres hayan hecho todo el esfuerzo posible por guiarnos en ese descubrimiento, y que al final, eso que nos marca para siempre, sea algo que no estaba en los planes. Cosas del destino…
      Gracias por pasar, por tomarte el trabajo de leer, y por comentar.
      Beso!

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  4. Muy lindo el texto de Umbral. Y muy linda tu relación con el libro.
    ¡Abrazo!

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    1. Creo que algo te había contado sobre mi relación con Umbral, no con tanto detalle como lo describo acá, pero seguro algo te había contado.
      ¡Abrazo grande!

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    2. ¡Sí, me contaste de tu relación con Umbral! Pero, que yo recuerde, no me contaste tu historia con este libro.

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