Ayer terminé de leer “Las viudas de los jueves” de Claudia
Piñeiro. (El año pasado había leído “Elena sabe”, de la misma escritora) [link]
Me gusta como escribe Piñeiro, claro que no se trata de literatura
de alto vuelo, pero creo que tiene una sensibilidad especial a la hora de componer
los personajes de sus novelas.
Aquí, en “Las viudas de los jueves”, Piñeiro desnuda la
intimidad de un grupo de personas que viven la vida detrás de una máscara.
Viajes, barrio con parque y piscina, servicio doméstico, y mucho tiempo
dedicado a guardar las apariencias. No son ricos, pero pretenden vivir como si
lo fueran, y allí es donde revelan sus peores miserias.
Escribe lindo Piñeiro, es una buena contadora de historias. Tanto,
que siempre en algún punto del relato, te deja con un nudo en la garganta.
Mariana entró en la ducha y se quedó bajo el chorro de agua
hasta que la modorra empezó a ceder. Cuando salió del baño envuelta en una
toalla, Antonia ya había regresado de llevar a los chicos al colegio, había
limpiado su cuarto y dejado una bandeja con su desayuno sobre la mesa de luz.
Evidentemente estas mujeres tienen otro biorritmo, pensó Mariana, son mulas de
carga. Y se tiró otros cinco minutos sobre la cama.
Antonia se agachó a levantar del piso la remera de spandex y piedritas brillantes que Mariana
había usado la noche anterior y notó que tenía un pequeño agujero. “Señora, ¿usted vio esto? Mariana se
acercó e inspeccionó la remera. “Parece
una chispa”, dijo Antonia. “Esto fue por
el cigarrillo de algún pelotudo. Cien dólares chamuscados en una postura…”
Mariana devolvió la remera al bollo de ropa sucia que llevaba Antonia y se
empezó a desenredar el pelo, Antonia inspeccionó el pequeño agujero debajo de
la axila. “¿Quiere que trate de zurcirla?”,
dijo con timidez. Mariana la miró. “¿Alguna
vez me viste usar algo zurcido?”
Antonia salió y fue al lavadero. Estaba contenta. Cuando
Mariana dejaba de usar alguna ropa se la regalaba, y esa remera era mucho más
de lo que hubiera soñado regalarle a su hija en su próximo cumpleaños. La
revisó antes de lavarla a mano. Sobre la tela negra, las piedritas brillantes
formaban círculos concéntricos que casi la mareaban. Estaban todas las
piedritas, intactas, y con dos puntadas el agujero desaparecería.
Cuando la remera cumplió su ciclo de lavado y planchado, Antonia
la subió al vestidor de Mariana, la dobló y la dejó en el casillero de las
remeras negras. Sabía que pronto sería suya, ojalá antes de que Paulina cumpla
años, pensó, pero no podía tomarse el atrevimiento de quedársela sin que su
patrona se lo permitiera.
Unos días después Mariana recibió a tres vecinas a tomar el
té. Las mujeres manejaban, entre otras cosas, el comedor infantil que estaba a
unas cuadras de la entrada de Altos de la Cascada. “Las Damas de los Altos” se hacían llamar, y estaban organizando
una fundación. “Lo que más necesitamos
son zapatillas, si no, cuando llueve, la mitad de los chicos no viene a comer
porque no pueden pasar por el barro descalzos, ¿vos podés creer?”, dijo la
que había elegido té de mango y frutilla. “Qué
increíble…” dijo Mariana, mientras Antonia le alcanzaba una tetera con más
agua caliente. “Gracias Antonia, por ahí
está bien”, le indicó a la empleada parada junto a ella con el agua de
recambio para la tetera.
Pasaron unos días y una mañana, cuando Antonia entró en el
cuarto de Mariana, encontró sobre el baúl, al pie de la cama, una pila de ropa
doblada. La segunda prenda empezando de abajo hacia arriba, era la remera negra
con piedritas brillantes. El resto era ropa de Mariana y de los chicos, en
desuso, y dos remeras de golf de Ernesto, descoloridas por el sol. “Poneme esa ropa en una bolsa que la va a
pasar a buscar Nane Ayerra”. Antonia no entendió, no era lo que Mariana
solía hacer con su ropa en desuso, siempre le daba todo a ella para que lo
llevara a Misiones y lo repartiera con la familia. “¿Sabés quién es Nane, no? Esa rubia mona que estuvo tomando el té el
otro día”. Antonia asintió aunque no sabía, ni escuchaba, ni entendía por
qué, esa remera que era casi suya iba a terminar en manos de una rubia mona. Si
una señora como esa tampoco usaría ropa zurcida. No se atrevió a preguntar,
buscó una bolsa y metió todo adentro. Cuando estaba por salir del cuarto,
Mariana la detuvo. “Ah, y si querés, el
viernes al mediodía en la casa de Nane, hacemos una feria americana para juntar
fondos para el comedor infantil. Es una feria exclusiva para empleadas
domésticas, así que quedate tranquila, que van a ser precios muy convenientes.
Todos, con mucho o poco, tenemos que ser solidarios, ¿no te parece?” Antonia
asintió, pero no sabía si le parecía, porque mucho no había entendido. O no
había escuchado, sólo pensaba en la remera negra de brillitos. A lo mejor se la
podía comprar. “Precios convenientes”
había dicho la señora. Ella no sabía que eran “precios convenientes”. Hasta diez, ella podía. O hasta quince,
porque la remera era muy fina, la señora la había comprado en Miami, y con dos
puntadas el agujero ni se vería.
Hasta que llegó Halloween. Mariana había comprado caramelos
para darles a los chicos que golpearan la puerta esa noche. Para las nueve ya
habían pasado tres grupos. A las nueve y cuarto tocaron el timbre otra vez.
Antonia fue a atender, con la orden de repartir los caramelos que quedaban y
despacharlos. A Mariana no le gustaba que interrumpieran a la hora de la cena.
Del otro lado se encontró con un grupo de nenas que bajaban de un coche que
manejaba Nane Ayerra. Nane también se bajó y le dijo a Antonia que llamara a la
señora. Se lo tuvo que decir dos veces porque Antonia, inmóvil, no podía hacer
otra cosa que mirar a la hija de Nane, una nena de unos ocho años disfrazada de
bruja, con uñas plateadas, colmillos filosos, un hilo de pintura roja corriendo
desde su boca, que llevaba puesta una pollera negra larga hasta el piso, y la
remera de piedritas brillantes que había sido de su patrona. “Te quería mostrar esto”, le dijo Nane a
Mariana cuando esta se asomó. “¡No te
creo, es mi remera!” (Antonia dijo: “Si,
es”, pero nadie la escuchó). “Viste
como son las chicas a esta edad, la vio cuando acomodaba las cosas para la
feria y se encaprichó que la quería para la Noche de Brujas, así que la saqué
de la venta. Pero ella sabe que después de Halloween me la tiene que devolver,
¿no?”. La nena no contestó, seguía cargando su canastita con los caramelos
de la bolsa que Antonia sostenía. “La
dejo que se saque el gusto y en la próxima feria la pongo a la venta”
Antonia estuvo todo el tiempo parada allí, mirando la
remera. Contó cinco piedritas brillantes que faltaban en los círculos
concéntricos. Pero por suerte no era en lugares muy destacados, dos en un
costado, casi llegando a la costura, dos cerca del dobladillo, y una debajo del
busto. Le dio pena, porque antes no le faltaba ninguna. Aunque así, con menos
piedritas, en la próxima feria iba a estar más “conveniente”, como decía su patrona. La mercadería fallada, siempre
vale menos, pensó.
Las viudas de los jueves – Claudia Piñeiro