Ya no sé si soy yo el que busca estos libros, o si son ellos
los que me encuentran a mí. Me está gustando mucho leer esta novela, hace honor
a su título, es realmente un viaje hacia el revés del alma.
Intento abrir la ventanilla del baño, la que da al patio de
luz. En su oscuridad cavernosa las ropas colgadas parecen banderas muertas. Quiero
dejar entrar el aire, pero está atascada, apenas logro abrirla unos centímetros.
Me levanto sin rumbo fijo, aunque en este par de cuartos, cocina y baño, no
tengo muchos destinos posibles. Miro a mi alrededor: ropa en el suelo, copas
sobre la mesa, libros abiertos, la cama deshecha. Un viento nostálgico se cuela
por la diminuta abertura de la ventana del baño. Echo de menos la casa de la “Reina
Madre”, la mesa dispuesta por la mañana desde temprano, el pan tibio, oloroso,
los potecitos de mermelada. Y Marcelina, siempre contenta de compartir alguna humorada
de esas simples y transparentes, sin los dobles sentidos que siempre se me
escapan en las reuniones de mis amigos. Pobre mamá, ella no tiene la culpa. Construyó
su castillo para nosotros, para que fuéramos felices… y le fallamos. Quiso por
hija a Gretel, a Rapunzel, niñas inocentes, amables, heroicas, y en su lugar
llegué yo. Anheló un príncipe valiente, recio y fuerte que con su brío
derribara hasta al más fervoroso de los enemigos, y en su lugar llegó mi padre.
Un Peter Pan estacionado en la nostalgia de su infancia.
Movida por estos pensamientos ordeno la cama, abro las
ventanas, limpio el polvo de mesas y repisas; pongo en su lugar los libros,
lavo las copas, riego el cardenal del balcón, le saco brillo al espejo de la
sala… y se abre una inesperada perspectiva de luz.
Desde pequeña veía a mi madre yendo y viniendo por la casa
sin cesar, pasando el dedo por encima de los muebles para asegurarse de que no
tuvieran polvo, sacando y poniendo flores de una vasija hasta lograr una
composición perfecta. Me gustaba espiarla oculta en un rincón, imaginando que
en ese continuo sin fin encontraría la clave de su ser. Y fue en una de
aquellas ocasiones, cuando de pronto vi el piso oscilar, crujir y abrirse bajos
sus pies. La vi caer por un precipicio de vasijas, tijeras, terciopelos,
repollos, rosas, zapatos y mermeladas. La vi precipitándose al vacío sin poder
agarrarse de nada, porque al intentarlo los objetos se desintegraban en sus
dedos. La vi caer, desgarrarse la ropa, golpearse la cabeza con los cantos del
precipicio, sangrar hasta volverse un amasijo de carne sanguinolenta. A partir
de aquel día, cuando ella me pedía ayuda para preparar una salsa de chocolate o
sacar la ropa de verano y guardar la de invierno, yo corría a perderme para que
no me arrastrara en su abismo. Mucho tiempo después, cuando leí a Salinger, esa
imagen del despeñadero por donde caían los niños volviéndose adultos me recordó
mi pesadilla.
Mientras pienso en estas cosas, doblo las camisas de Rodrigo
hacia un lado y luego hacia el otro, las blancas a un costado, las de colores
al otro, enseguida las poleras azules, las blancas y las negras. Los suéteres
en la repisa de más abajo, los de cuello tortuga, los de cuello en V y los de
cuello redondo. Nadie lo pensaría, pero Rodrigo es un poco inseguro con
respecto a su apariencia. Antes de salir, siempre me pide mi opinión, aunque
hace tiempo que ya no lo miro, simplemente apruebo como se aprueba la gracia de
un niño por enésima vez, mientras se piensa en otra cosa.
Cuando lo conocí yo tenía diecisiete años, sin embargo,
aparentaba trece. Era mi primer año de teatro. Para que nadie advirtiera mi
flacura y, por consiguiente, fuera obligada a comer, ocultaba mi cuerpo bajo
innumerables suéteres, medias y pantalones un par de tallas más grandes que la
mía. De todos los cursos a los cuales asistía, la clase de movimiento que
impartía Rodrigo era mi mayor martirio. Nunca me he sentido tan inapropiada
como en ese par de horas. La sala olía a hembra, y los humores de mis
compañeras dejaban en evidencia mi imposibilidad de ser como ellas. Sus
movimientos más nimios se transformaban en gestos cargados de erotismo y sus
gritos guturales que acompañaban algunos ejercicios, se acercaban a los gemidos
que yo imaginaba debía provocar el acto sexual. Yo me pasaba la mayor parte del
tiempo en el rincón más apartado de la sala.
No obstante, un día, mientras intentaba expresar con mi
cuerpo la potencia del viento, algo cambió. Me despojé de todo lo que llevaba
puesto. No sé qué fuerza se adueñó de mí, sólo sabía en ese momento que mis
infinitas pieles de cebolla laboriosamente tejidas durante años, pesaban
toneladas y me fijaban al suelo y que el viento no podía levantar ese peso. Mi cuerpo
tomó posesión de la sala, desatando la más feroz de las tormentas. Mis brazos
cortaban el cielo, mi torso se doblaba hasta quebrarse y mis pies se elevaban
impulsados por la energía del viento. Al terminar caí al suelo, estaba exhausta,
sudaba de pies a cabeza. De pronto escuché un zumbido en mis oídos que se fue
haciendo más intenso hasta llenar todo el espacio. Eran mis compañeras que
aplaudían, una inesperada felicidad recorrió mi cuerpo, un manto pacífico y
cálido. Me quedé quieta, sin decir palabra. Rodrigo se acercó a mí, me tomó
suavemente por los codos y me ayudó a levantarme. Vi una extraña expresión en
sus ojos donde se combinaban la dulzura y la desesperación. Después de ese día
con frecuencia sentí su mirada cuando él creía que no podía verlo, rozándome el
cuello o intentando hundirse en mis ojos bajos. Me parecía imposible que
Rodrigo, amor platónico de toda la escuela, se fijara en mí. Algo andaba mal…
…Desde entonces hasta hoy, temo la llegada de aquel momento
cuando mi cuerpo de mujer logre traspasar las barreras que le he impuesto, a
fuerza de comer casi nada o vomitar todo lo que pruebo. Me lo imagino
estallando, aflorando a través de mis huesos, avanzando como la lava de un
volcán, desparramándose inclemente, hasta cubrirme de adiposas e infernales
cavidades. Mientras tanto, Rodrigo aún me mira con ojos embelesados y venera la
ausencia total de curvas en mi cuerpo.
Dos meses después me trasladé a vivir con él. Inútiles fueron
los intentos de mi madre por disuadirme. “Estás destruyendo tu vida” me dijo. “No
llegarás a ninguna parte por ese camino”. Tantas esperanzas que había puesto en
mí, las clases de ballet, de canto, de francés, ¿para qué?, ¿para que me fuera
a vivir a un barrio de mierda con un actorcito desconocido ocho años mayor que
yo? Qué diría la familia, sus amigas. Yo sabía que salir de mi casa era la
única forma de salvarme. Mi madre me ahogaba y Rodrigo parecía quererme.
Pero de eso hace mucho tiempo, ahora debo terminar mi café y
vestirme, ya es hora de partir. El cielo tras las aburridas nubes de acero
tiene un tono azul muy claro, transparente casi.
El revés del alma - Carla Guelfenbein