Un sueño que tuve el fin de semana pasado…
Camino por una vereda paralela a las vías del tren, es una
noche oscura, casi no hay gente en la calle. El clima es frío pero agradable,
llevo puesto un saco de lana color verde agua, con el cuello levantado. El piso está húmedo,
mojado como después de una lluvia. Lo recuerdo claramente porque camino lento
y mirando hacia abajo, ensimismado. A cada paso que doy veo como aparecen y desaparecen
las puntas de mis zapatos.
Intento esquivar algo que se interpone en mi camino, algo
que sobresale del nivel normal de la vereda -tal vez una tapa de alcantarilla- y
al mismo tiempo, veo unos zapatos de mujer.
Levanto la vista, es mi tía Graciela. La miro y me
sorprendo, tiene un aspecto deslumbrante. Lleva un vestido blanco precioso, con
muchos detalles de brillos, encajes y volados. Tiene un peinado bellísimo y un
semblante angelical, todo en ella es perfección y armonía. (Y me doy cuenta que
está delgada, muy delgada). Ella me mira y sonríe. Me acerco y le digo:
- ¿Qué hacés por acá sola? ¡Es muy tarde!
- Voy a casa.
Apoyo mis manos sobre sus hombros, le digo que se apure, que
es muy tarde, y le doy un beso de despedida. (Un beso en la boca, como un niño
pequeño que besa a su madre).
Al momento en que mis labios rozaran los suyos, me invade
una felicidad infinita, una plenitud inexplicable. El peso de la vida se me deshace
en un instante, el universo entero se me instala en el centro del pecho, para
siempre.
No lo dudo, quiero más, vuelvo a besarla, vuelvo a rozar mis
labios con los suyos. Y todo lo que había sentido con el primer beso se multiplica, sobrepasando ya los
límites de lo imaginable, paz absoluta, satisfacción definitiva, dicha incalculable.
La veo caminar y perderse entre las sombras de la noche. Yo subo
las escaleras de un puente que debo cruzar para llegar a casa. Un puente antiguo
de hierro, de estilo inglés, con celosías.
Mi tía Graciela falleció el 9 de marzo de 2013.