"El infierno tiene cosas para ofrecer. Es bien sabido que si
estamos en paz, no pasa nada. Lo primordial en la vida es el estímulo. Porque
te permite simular que la vida tiene algún sentido.
Estímulo: que cada vez que tengas un momento de tranquilidad
aparezca algo que te intranquilice, que te mueva, que te descentre. Si el agua
está quieta mucho tiempo, se estanca y se pudre."
“Hola...” (larga pausa) “La
pausa fue para que puedas saltear este mensaje, si querés. Sino... ya sabés. Acá
estoy. Para lo que sea que necesites. Chau...”.
“Track” del contestador bajo el peso de mi manotazo...
Esa voz, esa voz sonando
en la oscuridad de mi sala. Fue como una alucinación. Ante la duda la escucho
otra vez. Y otra vez…
“Por más que la escuches cien
veces, va a seguir siendo ella”, dice
la otra vocecita, la que revolotea por encima de mi cabeza, aún con las luces apagadas.
“Por más que no enciendas ninguna
luz, vas a seguir viéndola en tu mente”. Tiene razón la vocecita. Claro que la
veo. Y el reflejo de la luz que viene
del departamento de Majo a través de mi
cocina no ayuda, porque es sabido que la sombra dibuja sombras. Así que, la veo en mi mente y la veo también en las sombras de mi sala, la veo como
de una u otra forma la veo cada día
de mi vida. Sí, no pasa un día sin que el
recuerdo de Tatiana me roce como uno de esos velos fantasmales que flotan en
las historias góticas de terror. Eso
es ese recuerdo: un terror gótico, romántico, anhelado, como anhelaban las muchachas hermosas e
irreales el beso del vampiro.
Palabras repetidas en una frase que nunca terminé de decir…
“¿Todo bien, loco?”. Ahora es
la voz de Majo, que asoma por encima de la pared del patiecito. Entro a la
cocina para hacerle una seña de “ok”, y me vuelvo a mirar una vez más hacia la
sala oscura. Pero ahora no hay nada para ver entre las sombras o en mi mente,
la sala parece un trozo de asteroide seco y muerto alejado de todos los soles.
Salto la pared hacia el
departamento de Majo. Ella me abraza y Adso de Melk se mea en mis zapatillas,
pero estoy tan frágil que hasta eso me emociona.
Yo mismo soy un gato en este
momento, uno nacido y criado dentro de una pequeña habitación sin ventanas, y
aunque ya tiene más de mil años, sigue actuando como un cachorro caprichoso y
se mea en las zapatillas del Demiurgo, que para él no es más que un extraño, un
intruso con olor desconocido.
Eso parece ser todo lo que
quedó de mí, Tatiana. Un anciano cachorro de gato, ciego del mundo,
pretendiendo que el universo es una caja de cristal de tres por dos, y su
centro una zapatilla meada.
Todo lo demás, lo que los
otros ven y tocan, es sólo un holograma táctil, una proyección sensorial. Y
esta es aún una definición muy generosa. A veces pienso que sólo vivo para
poder escribir cosas que puedas leer en noches vacías como esta, como todas, en
alguna cama en la que no estaré yo.
No estoy dormido pero no puedo
despertar. La noche va pasando con una lentitud repelente, villana,
fosilizante. Cuando trato de pensar en algo para relajarme, mi conciencia se
vuelve intermitente. Cuando me abandono a eso, enseguida mi cuerpo endurecido y
anudado me devuelve a esa conciencia de la noche que se arrastra, y vuelta a
empezar. No tengo el dominio físico ni el ánimo suficientes para levantarme de
un salto y acabar con esta tortura, y no hay nada —pensamiento, ejercicio,
cuerpo tibio pegado al mío— que me ayude a desanudarme y a descansar. Fragmentos
de sueño que más que imágenes contienen mordeduras de angustia, son las cuentas
en las que se hila este rosario negro.
Pero de pronto, en uno de esos
agarrotados semidespertares, escucho una lluvia sorpresiva, inesperada, que
revienta contra la ventana y en el patiecito de Majo. Una tormenta espantosa,
la más bella tempestad. La lluvia, mi droga atávica. Nada me hace mejor en este
mundo. Nada amo más que la lluvia. Ahora puedo llenar de aire hasta el último
espacio entre mis costillas y desarmar todos los nudos de mi cuerpo en una
exhalación liberadora.
Sigo acostado, semidormido y
sigue lloviendo, pero ahora la cama está en una de las dos habitaciones de la casa de
mi abuela, en una de las calles más serenas y cálidas de Caballito, y la lluvia
es una ametralladora sobre el techo de aluminio del patio al que da la
habitación. Pero no tengo la edad que tenía cuando existía aquella casa, ni la
que tengo ahora. Debo tener unos 25 años. Estoy desnudo, de costado, pegado al cuerpo
también desnudo de Tatiana, cuyo dorso se adapta en toda su extensión al
contacto con mi piel, y mis brazos la rodean extendiéndose un poco más allá,
porque Tatiana está pegada a la espalda desnuda de Majo, y entonces hay mucho,
mucho para abrazar.
En algún momento todo se
vuelve negro. Pero es recién cuando empiezo a entreabrir los ojos, que me doy
cuenta de eso, de que los abro desde el negro. Mi cara está entre las tetas de
Majo, sus brazos rodean mis hombros y mi cabeza, me abraza como a un gigantesco
bebé idiota. Todavía es de noche. Suspiro profundamente.
“¿Estás bien?”, susurra con
mucha ternura.
“Sí... no sé, ¿qué...? ¿Pasó
algo?”.
“No sé. Estabas dormido,
pero... llorabas”.
Me acaricia la cabeza.
“¿Soñabas algo feo? ¿Algo
triste?”.
“No sé... No sé, Majo, nunca
recuerdo lo que sueño. Puede ser...”.
“Bueno, ya está todo bien...
Relajate...”.
Me aprieta contra sus pechos,
pasa una pierna por encima de mi cadera para pegarme más a ella. Y sin embargo,
entre nuestros cuerpos hay un agujero, un espacio vacío y ausente.
“Dormite, que yo te
cuido...”.
Al menos sigue lloviendo.
Néstor Barron - Váyanse todos
a la mierda, dijo Clint Eastwood