24 de diciembre de 2016

Tu propio Mesías




Te despiertas
Hay tres palabras escritas en tu pecho:
 “Llegó el momento”
Vas a salir a buscar tu libertad
Ya no serás un esclavo, nunca más
Te levantas de la cama, agarras tus cosas, corres hacia afuera
Y entonces… Allí estás…
Libre… Con la primera luz del día
Detrás de ti está tu pasado, todo lo que te precede, todo lo que pensabas que sabías
Comienzas a correr
Y mientras corres, intentas escuchar la voz de El Divino
Pero no oyes nada…
Entonces te detienes, intentas escuchar con más atención
¿Qué? ¿Qué es eso? ¿No es nada?
No… Es la paz…

Para mantenerte vivo, vuelves a contar la historia de tu huida
Te la repites a ti mismo una y otra vez
Voy a salir…
Miras por encima de tu hombro
¿Hay alguien detrás de mí?
¿O alguien viene a salvarme?

Estás esperando un milagro
Estás esperando que se abran las aguas del mar
Bueno, pero ese es un milagro muy antiguo
Entonces, ¿qué te parece esto?:
¿Y si el milagro eres tú?
¿Y si tuvieras que ser tu propio Mesías?
¿Qué pasaría?

1 de noviembre de 2016

Cuna

“Te he regalado tantas veces la misma cosa… La misma pluma envuelta en Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro beso y en cada sexo, los mismos labios”


Compré todo lo necesario para amarte. Una pelota hinchable y siete alcayatas. “Hoy no es mi cumpleaños”, me dijiste. “Da igual. Ábrelo”, insistí. Rompiste el papel de mala gana y apareció la pelota desinflada. En otro paquete diminuto estaban las alcayatas. 
Hasta aquella mañana, yo ni siquiera sabía que se llamaban alcayatas. Por eso me gusta entrar a la ferretería. Echar un ojo por ahí y cuando me decido, pedirle al encargado que me ponga siete de eso. “¿Siete alcayatas?”. “Exacto. Siete alcayatas”, pronuncio por primera vez y una bandada de gorriones remonta el vuelo desde mi estómago.

Los nombres suelen ser más bellos que las cosas. Me gustan especialmente Bernardo y tachuelas. Pero no puedes llamar a nadie Bernardo Tachuelas. He aquí la esclavitud de las palabras. Estuve a punto de conocer a un Bernardo y conocí unas tachuelas, que son como las chinchetas aunque no es necesario que su cabeza sea circular y chata. Algo sin complicaciones. Lo que puedo ofrecerte. También una pelota de playa.

“¡Vamos, hínchala!”, te animé. Y empezaste a soplar. Supongo que los dermatólogos ya han estudiado este fenómeno. La tersura que gana terreno a las arrugas. La posibilidad de rejuvenecer un rostro soplando por sus narices. Tú, sin embargo, no parecías contento. Tenías miedo. Miedo de que explotara. Esta vez no lo hizo y vimos que el balón traía dibujado un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes... Un motivo que se repetía en el ecuador del balón. “¡Abre el otro, venga!”, te apremié. Suspiraste resignado y tus dedos se hicieron torpes con el minúsculo envoltorio. Al final, arrancaste el celo con los dientes y te pinchaste. “¡Mierda!”, dijiste.

Tu boca empezó a sangrar y yo te traje alcohol y agua del grifo. Estabas tan apurado que untaste el algodón en el vaso y bebiste del bote. “¡Mierda!”, escupías. La situación no dejaba de ser graciosa y yo lamenté la falta de consistencia de tus encías de pladur. “Si la alcayata se hubiera afianzado en tus premolares podríamos colgar un cuadro”, bromeé. 
“¡Has vuelto a beber!”, me soltaste. “¡Mira quién habla. El señor que acaba de echarse un trago de alcohol desinfectante!”, respondí. 
Luego me puse a llorar. Porque hago todo lo que puedo. Te lo juro. Porque esto es todo lo que puedo ofrecerte: un balón de plástico y siete alcayatas de acero o de latón, de rosca o de clavar, grandes o pequeñas. Me llevé las estándar porque según el ferretero, valían para cualquier cosa. También para demostrarte mi amor. Qué otra cosa propones con el dinero que me dejas.

Bloqueaste mi cuenta por lo de mi afición al vino, por lo de mi afición a las tragaperras del Roxi Palace, por lo de olvidar dinero en los sombreros de los mendigos. El otro día, el día más frío de este invierno, crucé los porches donde duermen y uno de ellos, agarrado a un cartón de vino, gritó: “si sigue nevando así, me voy a misa de una a dar pena”
Te he regalado tantas veces la misma cosa… La misma pluma envuelta en Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro beso y en cada sexo, los mismos labios. 
Seamos honestos. No estoy borracha por haber bebido. Bebo porque estoy borracha. Borracha, ebria, embriagada de las flores del cementerio y de esas otras. Las que tú me regalas por mi cumpleaños. Cada doce de junio, esa docena de rosas que son como una afrenta. Como si me dijeras: “esto sí que es un regalo. Aprende”. Y tú tienes que conformarte con siete alcayatas y un balón. Papel de lija a fin de mes, cuando sólo me quedan sesenta céntimos. “Para regalo, por favor”, le digo al ferretero.

A base de ponerte algodón entre el labio y la encía, dejaste de sangrar. A base de concentrarme en tu herida, dejé de llorar. Entonces me sorprendiste. “Toma”, me entregaste otro sobrecito. Siete hembrillas de hierro cincado. Siete hembrillas estándar para mis siete alcayatas estándar. Las clavamos en la pared del pasillo. ¿Qué prenderemos de ellas? ¿Láminas de jazz? ¿Acuarelas? ¿Aprovechará una araña la infraestructura para tejer su red?
De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba en una esquina y al girar, daba la impresión de que el perro con el cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión. 
La cuna vacía. Alisé un pliegue de la colcha y tú pusiste una mano en mi vientre. “Sólo te necesito a ti”, me besaste. Y yo qué sé. Yo qué sé. 
Si ahora nevara, si no dejara de nevar hasta el mediodía, iría a misa de una. A dar pena.

Isabel González - Casi tan salvaje

3 de julio de 2016

NUEX - Billie

Llovía, era un domingo de invierno gris, como cualquier otro.
Hasta que abrí el correo y me encontré con esta maravilla.
Se fue el invierno…
Dejó de llover…
Y salió el sol…


6 de junio de 2016

Siempre abierta

Repetición de círculos que se cierran
la miel en tu lengua
y esa maldita ventana
siempre abierta

Dieciocho solsticios de verano
en el cenit de mi silencio
Tu sonrisa enredada en mi recuerdo
como espina invertida
que lastima desde adentro

Agua que no ahoga
fuego que no quema
días que mueren sin haber nacido
Y el desorden previsible de tus pasos
en lenta carrera hacia el abismo

Repetición de círculos que se abren
el veneno en tu boca
y esa bendita ventana
siempre abierta

25 de mayo de 2016

Váyanse todos a la mierda, dijo Clint Eastwood

"El infierno tiene cosas para ofrecer. Es bien sabido que si estamos en paz, no pasa nada. Lo primordial en la vida es el estímulo. Porque te permite simular que la vida tiene algún sentido.
Estímulo: que cada vez que tengas un momento de tranquilidad aparezca algo que te intranquilice, que te mueva, que te descentre. Si el agua está quieta mucho tiempo, se estanca y se pudre."


“Hola...” (larga pausa) “La pausa fue para que puedas saltear este mensaje, si querés. Sino... ya sabés. Acá estoy. Para lo que sea que necesites. Chau...”.
“Track” del contestador bajo el peso de mi manotazo... 
Esa voz, esa voz sonando en la oscuridad de mi sala. Fue como una alucinación. Ante la duda la escucho otra vez. Y otra vez…
“Por más que la escuches cien veces, va a seguir siendo ella”, dice la otra vocecita, la que revolotea por encima de mi cabeza, aún con las luces apagadas. 
“Por más que no enciendas ninguna luz, vas a seguir viéndola en tu mente”. Tiene razón la vocecita. Claro que la veo. Y el reflejo de la luz que viene del departamento de Majo a través de mi cocina no ayuda, porque es sabido que la sombra dibuja sombras. Así que, la veo en mi mente y la veo también en las sombras de mi sala, la veo como de una u otra forma la veo cada día de mi vida. Sí, no pasa un día sin que el recuerdo de Tatiana me roce como uno de esos velos fantasmales que flotan en las historias góticas de terror. Eso es ese recuerdo: un terror gótico, romántico, anhelado, como anhelaban las muchachas hermosas e irreales el beso del vampiro. Palabras repetidas en una frase que nunca terminé de decir…
“¿Todo bien, loco?”. Ahora es la voz de Majo, que asoma por encima de la pared del patiecito. Entro a la cocina para hacerle una seña de “ok”, y me vuelvo a mirar una vez más hacia la sala oscura. Pero ahora no hay nada para ver entre las sombras o en mi mente, la sala parece un trozo de asteroide seco y muerto alejado de todos los soles.
Salto la pared hacia el departamento de Majo. Ella me abraza y Adso de Melk se mea en mis zapatillas, pero estoy tan frágil que hasta eso me emociona.
Yo mismo soy un gato en este momento, uno nacido y criado dentro de una pequeña habitación sin ventanas, y aunque ya tiene más de mil años, sigue actuando como un cachorro caprichoso y se mea en las zapatillas del Demiurgo, que para él no es más que un extraño, un intruso con olor desconocido.
Eso parece ser todo lo que quedó de mí, Tatiana. Un anciano cachorro de gato, ciego del mundo, pretendiendo que el universo es una caja de cristal de tres por dos, y su centro una zapatilla meada.
Todo lo demás, lo que los otros ven y tocan, es sólo un holograma táctil, una proyección sensorial. Y esta es aún una definición muy generosa. A veces pienso que sólo vivo para poder escribir cosas que puedas leer en noches vacías como esta, como todas, en alguna cama en la que no estaré yo.

No estoy dormido pero no puedo despertar. La noche va pasando con una lentitud repelente, villana, fosilizante. Cuando trato de pensar en algo para relajarme, mi conciencia se vuelve intermitente. Cuando me abandono a eso, enseguida mi cuerpo endurecido y anudado me devuelve a esa conciencia de la noche que se arrastra, y vuelta a empezar. No tengo el dominio físico ni el ánimo suficientes para levantarme de un salto y acabar con esta tortura, y no hay nada —pensamiento, ejercicio, cuerpo tibio pegado al mío— que me ayude a desanudarme y a descansar. Fragmentos de sueño que más que imágenes contienen mordeduras de angustia, son las cuentas en las que se hila este rosario negro.
Pero de pronto, en uno de esos agarrotados semidespertares, escucho una lluvia sorpresiva, inesperada, que revienta contra la ventana y en el patiecito de Majo. Una tormenta espantosa, la más bella tempestad. La lluvia, mi droga atávica. Nada me hace mejor en este mundo. Nada amo más que la lluvia. Ahora puedo llenar de aire hasta el último espacio entre mis costillas y desarmar todos los nudos de mi cuerpo en una exhalación liberadora. 
Sigo acostado, semidormido y sigue lloviendo, pero ahora la cama está en una de las dos habitaciones de la casa de mi abuela, en una de las calles más serenas y cálidas de Caballito, y la lluvia es una ametralladora sobre el techo de aluminio del patio al que da la habitación. Pero no tengo la edad que tenía cuando existía aquella casa, ni la que tengo ahora. Debo tener unos 25 años. Estoy desnudo, de costado, pegado al cuerpo también desnudo de Tatiana, cuyo dorso se adapta en toda su extensión al contacto con mi piel, y mis brazos la rodean extendiéndose un poco más allá, porque Tatiana está pegada a la espalda desnuda de Majo, y entonces hay mucho, mucho para abrazar.
En algún momento todo se vuelve negro. Pero es recién cuando empiezo a entreabrir los ojos, que me doy cuenta de eso, de que los abro desde el negro. Mi cara está entre las tetas de Majo, sus brazos rodean mis hombros y mi cabeza, me abraza como a un gigantesco bebé idiota. Todavía es de noche. Suspiro profundamente.
“¿Estás bien?”, susurra con mucha ternura.
“Sí... no sé, ¿qué...? ¿Pasó algo?”.
“No sé. Estabas dormido, pero... llorabas”.
Me acaricia la cabeza.
“¿Soñabas algo feo? ¿Algo triste?”.
“No sé... No sé, Majo, nunca recuerdo lo que sueño. Puede ser...”.
“Bueno, ya está todo bien... Relajate...”.
Me aprieta contra sus pechos, pasa una pierna por encima de mi cadera para pegarme más a ella. Y sin embargo, entre nuestros cuerpos hay un agujero, un espacio vacío y ausente.
“Dormite, que yo te cuido...”.
Al menos sigue lloviendo.

Néstor Barron - Váyanse todos a la mierda, dijo Clint Eastwood

22 de abril de 2016

La chica más guapa de la ciudad

Siempre que leo esto, siento escalofríos…


 Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decían que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass.
Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos, los hombres guapos le repugnaban: “No tienen agallas -decía-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… Todo fachada y nada por dentro…” Tenía un carácter cercano a la locura, un carácter que algunos calificarían como locura. 
Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda. Pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrario, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que eso tuviese algo que ver con el asunto.
– ¿Tomas algo?
– Claro. ¿Por qué no?

No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación de esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y nada más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad suficiente para beber, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que regresaba del lavabo y se sentaba a mi lado, yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo hubiese visto en mi vida. La tomé de la cintura y la besé una vez.
– ¿Crees que soy bonita? -preguntó.
– Sí, desde luego. Pero hay algo más… Algo más que tu apariencia…
– La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
– Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creí que buscaba un pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero, un alfiler muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se atravesó la nariz con el alfiler de lado a lado, justo sobre los orificios. Sentí repugnancia y horror. Ella me miró y se echó a reír.
– ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida.
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso, y sin soltar el pañuelo de su nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando supe que era una persona llena de bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Y al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizoide hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, o algo, acabaría destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.

Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando, y luego regresé. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algo así como una discusión y además, yo tenía ganas de marcharme. Pensé que ya no la encontraría. Pero no llevaba sentado ni treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
– Vaya, maldito, has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nunca la había visto así. Y debajo de cada ojo llevaba clavado un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardó en el bolso.
– ¿Por qué la gente cree que es todo lo que tengo? La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
– Está bien -dije-, tengo mucha suerte.
– No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
Fuimos a casa y abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía, fácil, sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa, de aquella manera en que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla, nos besamos y nos arrimamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó el vestido de cuello alto y la vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
– Maldita sea, condenada. ¿Qué has hecho? -dije desde la cama.
– Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echó a reír.
– Algunos me pagan diez dólares y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo con los diez. Es muy divertido.
– Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, zorra, te amo… Deja de destruirte, eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido debajo de mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento, sombrío y maravilloso.

Charles Bukowski - La chica más guapa de la ciudad (Fragmentos)

20 de abril de 2016

Misery is wasted on the miserable

El fin de semana pasado terminé de ver “Louie”. Quedé alucinado. 
Y enamorado del Dr. Bigelow…

“El miserable no sabe apreciar la miseria”



Dr. Bigelow: Así que, te arriesgaste a ser feliz, a pesar de que sabías que más adelante, estarías triste…
Louie: Sí.
Dr. Bigelow: Y ahora, estás triste…
Louie: Sí.
Dr. Bigelow: Entonces… ¿Cuál, cuál, cuál es el problema?
Louie: Estoy demasiado triste…
Mire, a mí… A mí me gustaba la sensación de estar enamorado de ella, me gustaba… Pero ahora se ha ido, y la extraño, y es una mierda. No pensé que iba a ser tan malo… Y me pregunto… ¿Para qué ser feliz, si después te vas a sentir así? No valía, no valía la pena…
Dr. Bigelow: Chico, el miserable no sabe apreciar la miseria…
Louie: ¿Qué?
Dr. Bigelow: Ya sabes… Yo no, yo no estoy muy seguro de cómo te llamas, pero eres un idiota “clásico”… ¿Crees que pasar el tiempo con ella besándola, divirtiéndote? ¿Crees que eso fue “todo”? ¿Qué “eso” es el amor?
Louie: Sí.
Dr. Bigelow: “Esto” es el amor, la has perdido, porque se ha ido. Te quieres morir… Tienes… Mucha suerte… Eres como un poema ambulante. ¿Preferirías tener una fantasía? ¿Una especie de, de, de viaje a Disney? ¿Es eso lo que quieres?
¿No lo ves? Esta es la parte buena. Es lo que buscaste todo el tiempo. Ahora finalmente lo tienes en tu mano, la dulce pepita del amor… Dulce, triste amor… Y lo quieres tirar a la basura… Lo has entendido TODO mal…
Louie: Pensaba que esta era la parte mala…
Dr. Bigelow: ¡No! La parte mala es cuando la olvidas… Cuando ya no te importa. ¡Cuándo ya no te importa nada! La parte mala vendrá, así que disfruta el dolor mientras puedas. ¡Por el amor de Dios!
Recoge… Recoge, recoge la mierda del perro. ¿Serías tan amable?...
Dichoso hijo de puta… No me han roto el corazón desde que Marilyn me dejó cuando tenía… 35 años… Cómo me gustaría, sentir eso, otra vez…
Ya sabes… No estoy muy seguro de cómo te llamas, pero puede que seas la persona soltera más aburrida, que he conocido jamás.
No te ofendas. Dame el perro. Vamos.
Tienes, tienes que…
No te hundas… 

1 de abril de 2016

Wake up

Necesito despertar…


Despiértate
Despiértate
No quieres seguir durmiendo
Ha caído la noche y todas las estrellas están saliendo
El cielo es como una canción de cuna
Mi dulce y pequeña luz
Descúbrete
Descúbrete
Aquí no somos desconocidos
No hay más mentiras si esperamos que salga el sol
Es como ese hueco de oro
Mi dulce y pequeña luz

Sarah Slean - Wake up

25 de marzo de 2016

Nature Boy

Dedicada al “suspiro” de SBP
(“Boy” no es “niño” exactamente, pero casi :p)


Érase una vez un chico
un chico encantador y muy extraño
Dicen que había llegado de muy lejos
de más allá de la tierra y del mar
Él era un poco tímido y de ojos tristes
pero también muy sabio
Un buen día
un mágico día
él se cruzó en mi camino
Y mientras hablábamos de muchas cosas
de tontos y de reyes, me dijo esto:
"La cosa más grande que aprenderás
es amar y ser correspondido"

12 de marzo de 2016

Niño

La niña sabe que la muñeca no es real, y la trata como real hasta llorarla y disgustarse cuando se rompe. El arte del niño es la irrealidad. ¡Bendita esa edad equivocada de la vida, cuándo se niega el amor porque no hay sexo, cuando se niega la realidad por jugar, tomando por reales a cosas que no lo son!
Que yo siga siendo un niño y me quede siéndolo siempre, sin que me importen los valores que los hombres conceden a las cosas ni las relaciones que los hombres establecen entre ellas…
…El niño no da más valor al oro que al vidrio. Y, en verdad, ¿vale más el oro? El niño juzga como absurdas las pasiones, las rabias, los recelos que ve esculpidos en los gestos adultos. ¿Y no son en verdad absurdos y en vano todos nuestros recelos y todos nuestros odios y todos nuestros amores?...
…¿Será Dios un niño muy grande? ¿El universo entero no parece ser un juego? ¿Una partida de niño travieso? Tan irreal, tan (…), tan (…)

Fernando Pessoa – Libro del desasosiego

…El niño nos mira, nos ve desde adentro. Y nos sentimos contemplados por él y esto nos pone violentos, forzados, porque sabemos que le estamos traicionando, que le estamos falseando.
Baudelaire define al genio como la infancia recuperada. No hay otra definición. El genio creador dispone siempre de su infancia, la tiene ahí, viva, al alcance de la mano. En la vida es inevitable traicionar al niño que llevamos dentro, en el arte se le puede salvar, conservar. Por eso el arte es sagrado. Solo cuando hacemos arte, el niño está contento, vive, juega. Luego nos ponemos importantes, nos miramos a los espejos, nos cambiamos de corbata. -Oh Umbral…- Y ya lo hemos estropeado todo.

Francisco Umbral – Mis paraísos artificiales

8 de marzo de 2016

Que no te sorprenda

Que no te sorprenda, si algún día me ves hurgando con mis dedos entre las cenizas del pasado, achinando los ojos, buscando alguna braza tardía. Quisiera ser libre, pero me has condenado a vivir con el recuerdo de tu risa atrapada entre mis labios.
Mi cuerpo reclama a gritos mi presencia, pero el fantasma en que me he convertido, no tiene oídos ni sustancia. Las manos como nubes, la sangre como humo, la carne etérea como finas gotas de rocío. Quisiera ser libre, pero me has sentenciado a vivir con el sonido de tu voz clavado en mi memoria.

22 de febrero de 2016

La lucha contra el miedo

Lucy Freeman  

...Pero de niña, no era capaz de tomar en consideración a nadie más. No me importaba la gente, porque estaba demasiado atemorizada para pensar en los demás. (Uno, de niño, confía una vez, y si la confianza se vuelve contra uno, es difícil volver a confiar nuevamente). A la vez, no podía creer que alguien confiara en mí, porque yo misma no me tenía confianza. Por mucho que la gente me dijera lo buena que yo era, no le creía. Un millar, un millón, no son suficientes para darle confianza al que ha perdido la fe en sí mismo. Me sentía diferente de todos los demás. Deseaba ser como los otros, pero algo en mi interior me hacía diferente.
¡Me sentía como un maldito monstruo! Le dije rabiosa a John. 
Mientras estaba tendida en el sofá, me invadió de nuevo la sensación de soledad que me perseguía. Mi furiosa huida era para escapar al convencimiento de que me encontraba sola. (¡No tengo que darme cuenta nunca de lo abandonada que me encuentro, o estoy perdida!)
Porque me sentía tan sola, tenía que estar segura de no estar nunca sola. (Está siempre con gente, haz siempre algo, así no tendrás tiempo de recordar lo sola que te encuentras)…
…Huía de mi cuarto como si lo habitaran diablos. Buscaba películas, partidas de bridge, invitaciones a bailar, amigos que me acompañaran, cualquier cosa con tal de estar en movimiento. 
Por causa de mi soledad, hice cosas desesperadas, porque en su soledad, los hombres cometen actos desesperados. La soledad roe el cuerpo y el alma, y a veces un hombre puede destruir a los demás, o destruirse, porque le resulta imposible tolerar la soledad.
Mi soledad era producto de mi vacío y de mi sufrimiento, y no podía pedirle a nadie que se hiciera cargo de mi terror. Es el solitario el que exige más de los otros, decía John, y al mismo tiempo, no puede aceptar nada de nadie.
Al reconocer a la soledad, llegué a conocer su manto, la autocompasión, en cuyo engañoso abrigo me había cobijado durante años. Era difícil abandonarla, porque me parecía el único calor que había recibido en mi vida. Cuando la gente carece de amor se vuelve hacia la autocompasión, como sustituto, porque eso es mejor que nada, decía John. Yo era, en verdad, un alma dividida, hambrienta de afecto por un lado, y rechazándolo por el otro.
Carecía de la fuerza suficiente para hacer algo por los demás. Era voluntariosa, pero eso no era fuerza, aunque a veces pudiera confundirse con ella. Una voluntad fuerte es obstinada e inflexible. La verdadera fuerza tiene flexibilidad y suavidad, al mismo tiempo que firmeza.
Estaba demasiado asustada para emprender algo por mí misma. Me faltaba columna vertebral y estructura ósea, era viscosa como las medusas a cuyo lado solía pasar nadando, con un escalofrío, todos los otoños.
Nunca admitía abiertamente que me tenía lástima. Pero moqueaba y resoplaba y tenía sinusitis y pensaba: ¡Pobrecita, a nadie le importa de mí!
La persona feliz desea amor… La desdichada desea amor y que la quieran, dijo John
-¿Y por que soy desdichada? Pregunté. Seguía preguntando lo mismo, cuatro años después de preguntarlo por primera vez.
Porque usted no se quiere, porque siente que no fue amada en su niñez, dijo John con paciencia, como si no se lo hubiese preguntado nunca.
-¿Y eso es todo?
Eso es bastante para cualquiera, respondió John.

Lucy Freeman  (1916 - 2004)

Destacada reportera del New York Times, reconocida por su cobertura periodística en temas de psiquiatría y salud mental. En su primer libro, “La lucha contra el miedo” publicado en 1951, narró su propia experiencia como paciente de psicoanálisis. Fue autora de 77 libros, entre los que se encuentran novelas de misterio, memorias y estudios detallados sobre las teorías de Freud.