Hace aproximadamente ocho años, yo era el feliz poseedor de
un dinosaurio con forma de PC, que al encender sonaba casi igual que una licuadora
triturando hielo. Me conectaba a internet después de medianoche, porque a esas
horas el Dial-Up funcionaba mejor, las páginas se cargaban sin tener que esperar una eternidad. (De madrugada, el tiempo de espera se reducía a media
eternidad, y eso ya era un gran alivio)
Una de esas noches, mientras navegaba sin rumbo fijo, llegué
a la página de Hernán Casciari. Y recuerdo haber llorado por primera vez,
frente a la pantalla de mi querido y ruidoso dinosaurio.
Este fin de semana terminé de leer “El pibe que arruinaba las fotos”, y fue inevitable el recuerdo de
aquellas lágrimas, de hace aproximadamente ocho años atrás.
– Editado –
Me preguntaron qué significa la palabra “pibe”…
Es un localismo, en Argentina significa niño o chico. Como “chavo”
en México; “botija” en Uruguay; o "chaval" en España…
...La mujer que es mi madre aprovecha su primera soledad para desahogarse
sin testigos. No ha podido hacerlo antes porque no tuvo un segundo sin
compañía, sin abrazos o presencias. Se ha mostrado fuerte en todas partes:
serena en el salón y en los pasillos de la casa velatoria, y también entera en
las calles del cementerio, frente a la bóveda. Saludó, besó y agradeció a todo
el mundo; cabizbaja y líquida, es verdad, pero sin desbordes. Ha durado
cincuenta horas sin hacer un solo escándalo en público. Ahora, por fin, está
sola. Se pone a gritar como si la hubiesen quemado.
Lejos de allí, cruzando el peaje de Luján-Mercedes, uno de
mis sobrinos, Tomás, observa el celular que maneja Manuela, su hermana. No es
el teléfono de siempre, el rosa de juguete, sino uno distinto de color negro,
que parece real. El hermano pregunta:
—¿De dónde lo sacaste?
Manuela no le responde y se queda mirando por la ventanilla.
El hermano insiste:
—¿Es un teléfono de verdad?
Entonces Manuela se acerca a su oído y le contesta, en voz
muy baja para que sus padres no la escuchen:
—Es el celular del abuelo Roberto —y también dice—: tiene
crédito.
Como se ve, lo que va a pasar dentro de un rato no tiene
nada que ver con un milagro, pero sigamos con los hechos naturales.
En la que fue mi casa, en la que es mi casa, la mujer sigue
con sus gritos. No son lamentos al azar, no son aullidos ni onomatopeyas
salvajes, sino preguntas retóricas dirigidas a su esposo, en tono de
reprobación y con timbre de barítono. La mujer le reprocha al marido, en voz alta,
la poca consideración que tuvo al morir, de un modo tan repentino y a
destiempo. Se levanta del sillón y le habla. Las frases que dice no tienen
sentido, por lo menos no en el terreno de la lógica, pero a la viuda le bastan
y le sobran para desahogarse.
Ella sabe que gritar ¡por
qué te tuviste que morir! no sirve para nada, pero lo dice de todas formas.
Y lo repite, y lo repite una vez más, porque los reproches inútiles, en las
casas vacías, suenan mejor con la insistencia…
...En el coche dos de mis sobrinos duermen; Manuela no. Ella
sigue mirando las luces por la ventanilla, con el teléfono todavía en la mano.
Se llevó ese teléfono porque nadie más lo iba a usar, y porque ella todavía no tiene
uno. Más tarde confesaría que no fue un robo. Dos o tres veces quiso pedírselo
a su mamá, pero ella siempre estaba llorando o dejándose abrazar por gente. En
un momento se lo mostró a su abuela y le dijo, con mucha vergüenza:
—Chichita, ¿lo puedo usar yo ahora?
Y su abuela hizo que sí con la cabeza, pero era un sí a
cualquier cosa, no estaba mirando a ninguna parte. Por eso ahora la chica
piensa en la abuela triste, en su cara de agotamiento y pena, y siente culpa
por haberla dejado sola, en Mercedes. Se despidieron en la puerta, sus padres
le ofrecieron quedarse, o que se fueran todos a La Plata, pero la abuela no quiso.
—Alguna vez tengo que estar sola —dijo, y se encerró.
Su abuela es fuerte, piensa Manuela, ella no se habría
animado a quedarse sola tan pronto. Es fuerte pero está triste. En once años,
en toda su vida, Manuela no había visto nunca a Chichita con los ojos sin
brillo. Entonces abre el teléfono y le escribe.
El hilo y las marionetas se unen en este segundo, porque al
mismo tiempo que la nieta pulsa la primera letra del mensaje, la viuda, que conversa
en casa con su esposo, le está pidiendo una señal al muerto.
—Dame una señal —dice la mujer, que es también mi madre,
mirando el sillón vacío.
No es increíble, no es mágico que Manuela escriba su mensaje
en este punto de la historia. Bien mirado, es natural. Es cierto que también
pudo haber ocurrido primero una cosa y mucho después la otra, incluso con horas
de diferencia, pero están pasando las dos a la vez y no debe asombrar a nadie.
La chica escribe en el coche mientras la mujer, en su casa,
le pide a su marido —en voz muy alta— que le dé una señal. También le pregunta
qué hará ella ahora, sin los hijos y sin él; cómo se recompone la rutina; dónde
están las facturas y cómo se pagan; quiere saber si el tiempo cura; pretende
que él la ayude a tramitar la pensión; le pide otra vez una señal; le dice que
tendría que haber sido al revés, y dentro de veinte años; pero sobre todo al
revés.
Mezcla la desesperación filosófica con el planteo doméstico,
a veces en la misma frase. Habla con serenidad, pero ya sin control, a la vez
que Manuela redacta una frase muy simple, de cuatro palabras, a sesenta kilómetros
de allí:
—NO ESTÉS TRISTE, DESCANSÁ —
Es lo que escribe mi sobrina, y envía el mensaje. Después
acomoda la cabeza en el hombro de su hermano, y se queda dormida…
…Entonces suena, en la casa vacía, el teléfono móvil de la
mujer. Ella se queda con la palabra en la boca y camina hacia el milagro falso,
mientras se pone los lentes de leer de cerca. Observa, en la pantalla del
teléfono, una frase imposible, en letras mayúsculas:
ROBERTO HA ENVIADO
UN MENSAJE DE TEXTO
La mujer, que es también mi madre, presiona un botón y
repasa las cuatro palabras que hace diez segundos ha escrito Manuela desde el coche.
—NO ESTÉS TRISTE,
DESCANSÁ —
Se queda un rato largo mirando la pantalla, con los dedos
inmóviles. No parpadea ni respira. Tiene la luz verde del teléfono en los ojos,
y los ojos muy abiertos.
Después la mujer sale del comedor más serena, sin mirar el
sillón ni decir una palabra más. Tiene la garganta seca de tanto monólogo.
Apaga las luces de la cocina, entra a su cuarto y se acuesta. Se queda dormida
y descansa.
Hernán Casciari — El pibe que arruinaba las fotos