Nunca sabes cuándo vas a abandonar la infancia. Saldrás de
ella, eso es seguro, pero nadie te advierte del momento y el modo en que lo
harás. Yo dejé de ser niño el día, desafortunado, en que abrí la puerta de la
habitación de mis padres diez minutos antes de lo recomendable. Tenía nueve
años y los zapatos gastados de perseguir sueños. Una breve mirada al hábitat
hostil de los adultos me desgarró el mundo almidonado de mis Madelman. Me quedé
mirando sin entender, con las rodillas llenas de heridas frescas, fragantes de
vida, heladas en el gesto de la carrera. Sólo quería decirle a mi madre que
había marcado el gol gracias al cual había ganado mi equipo. Hoy era el héroe.
Ya nunca más el último a quien elegían.
Recuerdo la penumbra viscosa de la habitación tras la puerta cerrada, su poderosa llamada atrayéndome. En casa nunca se cerraban las puertas. Papá lo prohibía. Pero Papá no estaba en casa a esa hora. Abrí a la carrera, todavía fresco y despreocupado, acelerado en el latido que luego se convirtió en eterno en mi boca. Entré casi gritando el nombre de mi madre, y en la confusión inicial lo primero que fijó mi mirada fue su expresión de espanto. Luego noté el calor de los cuerpos, un olor acre, mezcla de sudor reciente y de algo no asimilado hasta algunos años más tarde como el aroma del sexo. Primero fue la poca luz, luego el rostro asustado de mi madre; más tarde el intenso perfume de los efluvios corporales; y sólo después la espalda musculada, las nalgas blanquísimas, como de gelatina, el perfil reconocible, los ojos ofuscados de mi tío.
El tiempo pareció detenerse. O al menos se paró para siempre en mi memoria; el recuerdo de los segundos larguísimos, extensos y pegajosos como un chicle, las imágenes secuenciadas de esa tarde criminal. Mamá se quedó perpleja, incapaz de articular una palabra; paralizada en el gesto de cubrir con la sábana la desnudez del amante, su propio pecho enardecido; la teta con la cual me había amamantado a mí cuando sólo era desvalimiento, y que desde ese día sólo puedo identificar con la lascivia traicionera de la mujer. Nunca más la madre. Ella se congeló en ese gesto y fue mi tío quien me gritó que saliera de la habitación, que nunca más abriera una puerta cerrada sin pedir permiso. Que ya no era un niño.
Ahí empecé a dudar si una parte de mi tiempo se había terminado.
Más tarde fue él quien se sentó frente a mí y, con el gesto deliberadamente endurecido, me reprendió con cruel severidad. “No contaremos a nadie lo que has hecho para no disgustar a tu padre, a los abuelos. Ellos te consideran un niño ejemplar y nosotros no queremos que dejen de pensarlo; ya no podrían quererte igual. Te guardaremos este secreto y trataremos entre todos de olvidarlo cuanto antes. Le has hecho mucho daño a tu madre, ahora ella está muy disgustada contigo. Confío en tu capacidad para meditar sobre esto; has de poner mucho de tu parte si quieres conseguir su perdón pronto”. Y se marchó, dejando tras de sí una estela de perfume reciente y acusador.
El resto de la tarde el silencio se solidificó en la casa, convirtiéndola en una densa sucesión de estancias apenadas. Mi tío se marchó dando un portazo y mi madre se recluyó en sus tareas diarias sin dirigirse a mí, casi como si la falta me hubiera convertido en invisible. Cuando me llamó para la cena, el timbre de su voz era neutro, algo doliente, supuestamente ofendido. Ante mi padre actuó con normalidad, interesándose en las minucias de su trabajo, que siempre rechazaba por tediosas. Nada más terminar la comida del plato, me mandó a dormir, antes de hora, sin explicaciones ni tregua, con un gesto un tanto displicente. Como si realmente hubiera tenido la culpa de algo distinto del asesinato, violento y accidental, de mi infancia.
Luego, en la cama, fui consciente de todo lo sucedido. A la culpa, intensa y dolorosa, injertada en el alma por la agresión de mi tío, le siguió el asco, una clarificadora sensación de repugnancia. Durante horas me persiguieron las nalgas acusadoras del hombre, su palidez enfermiza, la falta de pudor con la cual las había exhibido ante mis ojos alucinados. Hacia el amanecer de mi primera noche de insomnio fue la pena la que se apoderó de mi mente. Progresivamente fue anegando las exclusas de mi cerebro, inundándolas de una atroz sensación de pérdida. Fue entonces cuando entendí lo que había sucedido esa tarde; un infanticidio, el mío propio, el de mi niñez antes feliz; la muerte del tiempo de las ansias algodonadas, incapaces de regresar de nuevo después de esa jornada tristísima. Me detuve en la contemplación de las estanterías repletas de muñecos y juegos, y los sentí como algo extraño; los miraba con cariño por las horas de diversión y entretenimiento brindadas durante años, pero también, y eso era lo nuevo, con la nostalgia que nos provocan las viejas ropas apolilladas, recuperadas del arcón familiar con un retraso de años o siglos. Eran juguetes, nunca más mis juguetes. Estaban en el cuarto de un niño, nunca más en mi cuarto. Pertenecían al hijo de una mujer, nunca más mi madre. Y los observaba un adulto incipiente, recién germinado, emergido desde el huevo quebrado, pero con tiempo suficiente para mirar a los ojos a la crudeza de la vida de los mayores.
A la mañana siguiente vestí mis primeras ojeras; estrené mi hermetismo actual. Y escribí las líneas inaugurales de un diario que nunca he de terminar.
Recuerdo la penumbra viscosa de la habitación tras la puerta cerrada, su poderosa llamada atrayéndome. En casa nunca se cerraban las puertas. Papá lo prohibía. Pero Papá no estaba en casa a esa hora. Abrí a la carrera, todavía fresco y despreocupado, acelerado en el latido que luego se convirtió en eterno en mi boca. Entré casi gritando el nombre de mi madre, y en la confusión inicial lo primero que fijó mi mirada fue su expresión de espanto. Luego noté el calor de los cuerpos, un olor acre, mezcla de sudor reciente y de algo no asimilado hasta algunos años más tarde como el aroma del sexo. Primero fue la poca luz, luego el rostro asustado de mi madre; más tarde el intenso perfume de los efluvios corporales; y sólo después la espalda musculada, las nalgas blanquísimas, como de gelatina, el perfil reconocible, los ojos ofuscados de mi tío.
El tiempo pareció detenerse. O al menos se paró para siempre en mi memoria; el recuerdo de los segundos larguísimos, extensos y pegajosos como un chicle, las imágenes secuenciadas de esa tarde criminal. Mamá se quedó perpleja, incapaz de articular una palabra; paralizada en el gesto de cubrir con la sábana la desnudez del amante, su propio pecho enardecido; la teta con la cual me había amamantado a mí cuando sólo era desvalimiento, y que desde ese día sólo puedo identificar con la lascivia traicionera de la mujer. Nunca más la madre. Ella se congeló en ese gesto y fue mi tío quien me gritó que saliera de la habitación, que nunca más abriera una puerta cerrada sin pedir permiso. Que ya no era un niño.
Ahí empecé a dudar si una parte de mi tiempo se había terminado.
Más tarde fue él quien se sentó frente a mí y, con el gesto deliberadamente endurecido, me reprendió con cruel severidad. “No contaremos a nadie lo que has hecho para no disgustar a tu padre, a los abuelos. Ellos te consideran un niño ejemplar y nosotros no queremos que dejen de pensarlo; ya no podrían quererte igual. Te guardaremos este secreto y trataremos entre todos de olvidarlo cuanto antes. Le has hecho mucho daño a tu madre, ahora ella está muy disgustada contigo. Confío en tu capacidad para meditar sobre esto; has de poner mucho de tu parte si quieres conseguir su perdón pronto”. Y se marchó, dejando tras de sí una estela de perfume reciente y acusador.
El resto de la tarde el silencio se solidificó en la casa, convirtiéndola en una densa sucesión de estancias apenadas. Mi tío se marchó dando un portazo y mi madre se recluyó en sus tareas diarias sin dirigirse a mí, casi como si la falta me hubiera convertido en invisible. Cuando me llamó para la cena, el timbre de su voz era neutro, algo doliente, supuestamente ofendido. Ante mi padre actuó con normalidad, interesándose en las minucias de su trabajo, que siempre rechazaba por tediosas. Nada más terminar la comida del plato, me mandó a dormir, antes de hora, sin explicaciones ni tregua, con un gesto un tanto displicente. Como si realmente hubiera tenido la culpa de algo distinto del asesinato, violento y accidental, de mi infancia.
Luego, en la cama, fui consciente de todo lo sucedido. A la culpa, intensa y dolorosa, injertada en el alma por la agresión de mi tío, le siguió el asco, una clarificadora sensación de repugnancia. Durante horas me persiguieron las nalgas acusadoras del hombre, su palidez enfermiza, la falta de pudor con la cual las había exhibido ante mis ojos alucinados. Hacia el amanecer de mi primera noche de insomnio fue la pena la que se apoderó de mi mente. Progresivamente fue anegando las exclusas de mi cerebro, inundándolas de una atroz sensación de pérdida. Fue entonces cuando entendí lo que había sucedido esa tarde; un infanticidio, el mío propio, el de mi niñez antes feliz; la muerte del tiempo de las ansias algodonadas, incapaces de regresar de nuevo después de esa jornada tristísima. Me detuve en la contemplación de las estanterías repletas de muñecos y juegos, y los sentí como algo extraño; los miraba con cariño por las horas de diversión y entretenimiento brindadas durante años, pero también, y eso era lo nuevo, con la nostalgia que nos provocan las viejas ropas apolilladas, recuperadas del arcón familiar con un retraso de años o siglos. Eran juguetes, nunca más mis juguetes. Estaban en el cuarto de un niño, nunca más en mi cuarto. Pertenecían al hijo de una mujer, nunca más mi madre. Y los observaba un adulto incipiente, recién germinado, emergido desde el huevo quebrado, pero con tiempo suficiente para mirar a los ojos a la crudeza de la vida de los mayores.
A la mañana siguiente vestí mis primeras ojeras; estrené mi hermetismo actual. Y escribí las líneas inaugurales de un diario que nunca he de terminar.
Víctor Charneco