No pretendes dar a entender que desapareció. Sólo que
estaba menos presente que antes, la veías mucho menos, y si la mayoría de tus
recuerdos de aquella época se limitan al pequeño mundo de tus ocupaciones
infantiles, tu madre aparece vívidamente en varias ocasiones, en particular
cuando tenías diez años y por el motivo que fuese te hiciste miembro de los
Lobatos con una docena de amigos tuyos. No recuerdas la frecuencia de las
reuniones, pero sospechas que eran una vez al mes, siempre en casa de un
miembro distinto, y dirigía aquellos encuentros un grupo rotatorio de tres o
cuatro mujeres, las llamadas madres de manada, una de las cuales era tu propia
madre, lo que demuestra que su trabajo de agente inmobiliaria no era tan
absorbente como para no tomarse alguna que otra tarde libre. Recuerdas cuánto
te gustaba verla con su uniforme azul marino de madre de manada (qué absurdo, qué
novedad), y también te acuerdas de que era la madre que más gustaba a los
chicos, la más divertida, la más informal, la que menos dificultad tenía en
suscitar su completa atención. Hubo una última o penúltima reunión en tu casa
de Irving Avenue, y como a ninguno os apetecía comportaros como si fuerais
soldaditos de plomo, tu madre preguntó a los chicos cómo querían pasar la
tarde, y cuando la respuesta unánime fue jugar
al béisbol, todos salisteis al jardín y
organizasteis equipos para un partido. Como sólo erais diez o doce y no había
jugadores suficientes, tu madre decidió participar también. Te pusiste
enormemente contento, pero como nunca la habías visto esgrimir un bate, sólo
contabas con que fallara tres veces y la expulsaran. Cuando en la segunda
entrada mandó la bola por encima de la cabeza del jardinero izquierdo, te
pusiste más que contento, te quedaste estupefacto. Aún puedes ver a tu madre
corriendo entre las bases con su uniforme azul de madre de manada y hacer un
home run: sin aliento, sonriente, absorbiendo las aclamaciones de los chicos.
De todos los recuerdos que conservas de tu niñez, ése es el que te viene más a
menudo.
Probablemente no era guapa, no era bella en la acepción clásica
de la palabra, pero sí bastante bonita, más que atractiva para que los hombres
la mirasen siempre que entraba en algún sitio.
Lo que le faltaba para ser una absoluta belleza, ese
aspecto de estrella de cine que algunas mujeres tienen siendo o no estrellas de
cine, lo compensaba emanando un aura de irresistible encanto, sobre todo cuando
era joven, de los veintitantos a los cuarenta años, una misteriosa combinación
de presencia, desenvoltura y elegancia, la ropa que insinuaba pero no exageraba
la sensualidad de la persona que la llevaba, el perfume, el maquillaje, las
joyas, un peinado con estilo, y, sobre todo, la traviesa expresión de sus ojos,
a la vez directa y recatada, una mirada de
confianza en sí misma, y aunque no fuese la mujer más
bella del mundo, se comportaba como si lo fuera, y una mujer capaz de lograr
eso hacía inevitablemente que la gente se volviera a mirarla.
Habitaban en ella tres mujeres, tres personas distintas
que no parecían guardar relación entre sí, y a medida que te hacías mayor y
empezabas a mirarla con otros ojos, a verla como alguien que no era sólo tu madre,
nunca sabías qué máscara llevaba en un día concreto. A un lado estaba la diva,
la persona encantadora, suntuosamente engalanada, que embelesaba al mundo en público.
En medio, había una mujer seria y responsable, una persona inteligente y
humana, la que te cuidaba de pequeño, la que iba a trabajar, la mujer que
emprendió pequeños negocios a lo largo de muchos años, la insuperable contadora
de chistes y un as de los crucigramas, una persona con los pies firmemente plantados
en la tierra: competente, generosa, observadora del mundo que la rodeaba,
ferviente progresista en política, sabia dispensadora de consejos. Al otro
lado, en el extremo de su personalidad, estaba la débil y asustadiza neurótica,
la desamparada criatura presa de virulentos ataques de ansiedad, la mujer llena
de fobias cuyas incapacidades fueron creciendo con el paso de los años, de un
incipiente miedo a las alturas a una propagación metastásica de múltiples
formas de parálisis: miedo a las escaleras mecánicas, miedo a los aviones, a
los ascensores, a conducir un coche, a acercarse a las ventanas de las plantas
más altas de un edificio, a quedarse sola, a los espacios abiertos, miedo a ir
andando a cualquier sitio (creía que iba a perder el equilibrio o el
conocimiento), y a una omnipresente hipocondría que poco a poco alcanzó las más
exaltadas cumbres del terror. En otras palabras, miedo a la muerte, que en el
fondo no es probablemente distinto de decir: miedo a vivir. Cuando envejeció,
ya no hubo risas. Sólo el vacío que giraba en su cabeza, el nudo en su vientre,
los sudores fríos, unas manos invisibles que apretaban su garganta.
Su segundo matrimonio fue un clamoroso éxito, ese con el
que todo el mundo sueña; hasta que dejó de serlo. Te alegrabas de verla tan
feliz, tan claramente enamorada, y su nuevo marido te gustó sin reservas no sólo
porque estaba enamorado de tu madre sino porque sabía cómo quererla de una
forma que, según pensabas, necesitaba ella que la quisieran. Seguía siendo
joven, después de todo, aún no había cumplido los cuarenta, y como él tenía dos
años menos que ella, te sobraban motivos para esperar que vivieran juntos mucho
tiempo y murieran uno en brazos de otro. Pero tu padrastro no gozaba de buena salud.
Fuerte y vigoroso como parecía, arrastraba la maldición de un corazón débil, y
a raíz de una primera crisis coronaria apenas cumplidos los treinta, tuvo su
segundo ataque importante un año después de la boda, y de entonces en adelante hubo un elemento de
aprensión que pendía sobre su vida en común y que no hizo más que agravarse
cuando le sobrevino el tercer ataque un par de años después. Tu madre vivía con
el constante temor de perderlo, y viste con tus propios ojos cómo esos miedos
la iban desquiciando, exacerbando poco a poco la flaqueza que durante tanto
tiempo había procurado ocultar, la fóbica personalidad que emergió plenamente
durante los últimos años de su convivencia, y cuando su marido murió a los
cincuenta y cuatro años, ella ya no era la misma persona que había sido cuando
se casaron.
La última y desesperada medida para un drama que se había
considerado casi sin esperanzas, y la horripilante visión de tu padrastro yaciendo
mortalmente enfermo en aquella cama, con tantos tubos y conectado a tantas máquinas
que la habitación parecía un decorado de película de ciencia ficción, y cuando
entraste a verlo te quedaste tan atónito y abatido que tuviste que hacer un
esfuerzo para contener las lágrimas. Tu mujer y tú os alojabais con tu madre en
Palo Alto, en una casa deshabitada que le había prestado un amigo desconocido,
y aquella noche, os sentasteis a la mesa del comedor para beber algo, y justo
cuando creías imposible que alguien pronunciara una palabra más, cuando parecía
que la pesadumbre os había hecho perder el habla, tu madre empezó a contar
chistes. Uno detrás de otro, y luego otro seguido de uno más, chistes tan
divertidos que tu mujer y tú reísteis hasta quedaros sin aliento, una hora, dos
horas seguidas de chistes, contado cada uno de ellos con ritmo tan magistral,
con un lenguaje tan fresco y económico que llegó un momento en que pensaste que
ibas a reventar de risa. Los tres enloquecisteis un poco aquella noche, pero
las circunstancias eran tan lúgubres e intolerables que necesitabais algo de
locura, y como fuera, tu madre halló fuerzas para provocarla. Un momento de extraordinario
valor, te pareció, un ejemplo sublime de cómo era cuando daba lo mejor de sí
misma; por enorme que fuese tu pena aquella noche, sabías que no era nada,
absolutamente nada, comparada con la suya.
Crees que fue entonces cuando ella murió a su vez. Su
corazón siguió latiendo veinte años más, pero el fallecimiento de tu padrastro
también fue su final, y después ya nunca recobró el equilibrio. Poco a poco, su
dolor se fue transformando en una especie de resentimiento (¿Cómo se atreve a morirse y dejarme sola?), y aunque te daba pena oírla hablar así, comprendías que
estaba asustada, buscando una forma de arriesgarse a dar el próximo paso y
avanzar renqueando hacia el futuro.
No, no fueron los mejores años, pero tampoco quieres dar
la impresión de que fue una época de continua melancolía y desconcierto.
Viajaba a Connecticut a intervalos regulares a ver a tu hermana, pasaba muchos
fines de semana contigo en tu casa de Brooklyn, veía a su nieta actuar en
representaciones escolares y cantar sus solos en el coro del instituto, seguía
el creciente interés de su nieto por la fotografía, y después de todos aquellos
años en la lejana California, ahora volvía a formar parte de tu vida. Seguía cautivando
a la gente en público, incluso a sus setenta y tantos años, porque en algún
pequeño rincón de su mente seguía viéndose como una estrella, como la mujer más
bella del mundo, y siempre que salía de su limitada y enclaustrada vida, parecía
que su vanidad se mantenía intacta. Ahora te entristecía ver en lo que en buena
medida se había convertido, pero te resultaba imposible no admirarla por
aquella vanidad, por ser aún capaz de contar un buen chiste cuando la gente la
estaba escuchando.
Esparciste sus cenizas en el bosque de Prospect Park.
Cinco de vosotros estabais presentes aquel día –tu mujer, tu hija, tu tía
carnal, tu tía segunda Regina y tú– y escogiste el Prospect Park de Brooklyn
porque tu madre había jugado allí de pequeña con frecuencia. Uno por uno,
fuisteis leyendo poemas en voz alta, y luego, cuando abriste la urna
rectangular de metal y echaste las cenizas sobre la maleza y las hojas muertas,
tu tía carnal (normalmente poco expresiva, una de las personas más reservadas
que has conocido) sucumbió a un acceso de lágrimas mientras repetía una y otra
vez el nombre de su hermana pequeña. Un par de semanas después, en una tarde
resplandeciente de finales de mayo, tu mujer y tú sacasteis al perro a dar un
paseo por el parque. Sugeriste pasar por el sitio en donde habías esparcido las
cenizas de tu madre, pero cuando aún os encontrabais por un sendero, a más de
doscientos metros de la linde del bosque, empezaste a sentirte débil y mareado,
y aunque tomabas pastillas para controlar tu reciente afección, notaste que te
venía otro ataque de pánico. Te agarraste al brazo de tu mujer, disteis media
vuelta y os fuisteis a casa. Eso fue hace casi nueve años. Desde entonces no
has intentado volver a ese bosque.