28 de marzo de 2013

Aforismos de Ernesto Esteban Etchenique


 (Extraído de un reportaje de la revista “Recua”)

En el rostro de Ernesto Esteban Etchenique siempre cam­pea una sonrisa de beatitud. Su mirada es clara y transpa­rente. Y sus manos, frágiles manos, parecen dibujar en el aire el gesto de una caricia. Es un hombre sencillo, al punto que sería difícil reco­nocer en él al autor de tantas y tantas frases maravillosas, pletóricas de intención y sabiduría.

Ernesto Esteban Etchenique es, por sobre todas las cosas, un hombre sensible. Sus ojos se llenan de lágrimas con una facilidad conmovedora. El simple hecho de con­templar una puesta de sol, el vuelo de un ave, el alejarse de un ómnibus o bien, la sombra de una guía telefónica proyectada sobre una pared, obtiene el milagro, repetido milagro, de que sus pupilas se empañen y sus labios se vean estremecidos ante la inminencia del llanto.

-A veces pienso que mi audacia no tiene límites -nos sonríe, pícaro- cuando me atrevo a incursionar en un géne­ro que ha sabido de maestros tales como Antonio Porchia y otros. Con mis aforismos, con mis humildes aforismos, con estas despojadas frases que reúno con paciencia de or­febre, no es mucho lo que pretendo. Es mi intención, tan sólo, brindar a mi semejante, al ser humano, la llave que le permita acceder al Esclarecimiento Definitivo. A La Verdad Eterna.

Y para ello, Ernesto Esteban Etchenique ha elegido uno de los rumbos más difíciles y sacrificados: el del cultivo de los aforismos. Ese permanente afán de captar lo medular, de resumir en dos palabras, en tres a lo sumo, en cinco si hacen falta, el inmenso y complejo sentido de la Vida. Esa vocación por construir con lo mínimo, asceta de la literatura, una catedral maravillosa de ideas, de sen­tires, de mensajes.

-Yo entiendo que no es fácil para el lector común -reconoce a “Recua” Ernesto Esteban Etchenique- lle­gar a captar, en frases tan concisas, tan desprovistas de oro­pel, tan primarias, ese contenido que abre ventanas, que agranda horizontes, que genera creación…

Ernesto Esteban Etchenique no puede continuar. Un acceso de llanto lo dobla sobre sí mismo. Comprendemos que no será posible continuar la entrevista con el literato. No sólo deberíamos vencer su particular introspección, su resistencia a hablar sobre su persona y su obra, sino que, ahora, lo advertimos transido ante la emoción que le pro­duce la visión de las pilas de nuestro grabador. “Recuer­dan, y olvidan que recuerdan”, nos ha regalado.

Debemos buscar nuevos rumbos para nuestra nota y Angelita, su compañera de toda la vida, su mujer-novia-madre, es quien acepta aportar una anécdota que colabo­rará a que el lector de “Recua” pueda formarse una imagen más precisa y total de Ernesto Esteban Etchenique.

-Conocí a Ernesto en una Feria del Libro -nos relata con una voz que descubre su emoción- allá por el año 45. A pesar de que él era aún muy joven, yo ya sabía de su fa­ma y de su talento. Había leído de él algunos artículos, poemas cortos, sonetos, en la revista “Albor”. También había leído sus primeros aforismos, sin saber que eran afo­rismos, yo suponía que eran títulos de libros anteriores. En mi disculpa, hay que considerar que era apenas una niña, no había cumplido 17 años, y los 17 de aquella época no eran los 17 de ahora. Aun así, pese a mi proverbial timidez, reuní valor, todavía no puedo entender cómo, y me decidí a hablarle. Recuerdo que recurrí a una excusa tonta: le pregunté, fingiendo ser redactora de una revista estudian­til, qué pensamiento, qué conclusión le motivaba la feria, aquel cenáculo del saber, aquel ámbito de erudición y cul­tura. Ernesto me miró, recuerdo, y por largo tiempo no contestó. Sin duda, estaba buscando en su cerebro aquella frase justa, sin aditamento ninguno, aquellas pocas palabras que reflejaran plenamente en una reflexión exacta toda esa cosmogonía literaria. Me acuerdo que me hizo un gesto para que yo aguardara, luego tomó un lápiz y en un peque­ño papelito escribió dos palabras, sólo dos palabras. Dobló el papelito y, siempre sin decir nada, me lo dio. Yo me fui a mi casa, apretando ese papelito en un puño como quien aprieta un tesoro, sin atreverme a abrirlo. Ya en la soledad de mi pieza, abrí el papel y decía: “Estoy afónico”. Allí comprendí que aquel hombre maravilloso necesitaba de alguien que le tejiese una bufanda.

Aforismos de Ernesto Esteban Etchenique

El perro es perro. Y no lo sabe.
Mientras más sé, menos sé. No sé.
¡Já! ¡Qué estúpida es la astucia!
Quiso ser eterno. Y fue técnico electricista.
La mentira se ríe de la verdad. Pero su risa es falsa.
El necio no sabrá apreciar ni el sabor de una flor ni el olor de una fruta.
El árbol se ríe del hacha. Así le va.
Piensa un minuto y serás justo. Piensa una hora y se te ha­rá tarde.
Quieres vivir todos los días. Ya aburres.
La paciencia, espera. La virtud, observa. El pato, parpa.
Se puede hacer una armadura con papel, pero no te pelees.
Me descalcé en la oscuridad, y pisé algo.
Si tu mejor amigo te incrusta un puñal en la espalda, desconfía de su amistad.

Roberto Fontanarrosa - Nada del otro mundo y otros cuentos

La medicina


Les diré que me encuentro adolorido
por mujer que me desposeyó de ella.
Quitó lo que me daba
y me en casi sin aire deja,
como naranja sprimida.
Me deshojó de su árbol, como si a usté
de pronto lo dejan sin agarrarse de algo,
como que se le cayeran los pantalones
en medio de un baile, como de urgencia
necesitar ir a mear y no hallar dónde.
Así de desvalido.
Me hice ver con un médico y recetó
el desapego, hombre, el desapego.
Cambie de costumbres, póngase
una tela metálica al pecho
así no se le incrustan mariposas dañinas.
En ningún peor caso me he visto,
pero aseguran los intrusos, qués buena medicina
visitar lejanos países. Bien.
¿Pero a dónde he ir que no mesté sperando
la susodicha esa, para castigarme
solamente porque la quiero?

16 de marzo de 2013


Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio.

Julio Cortázar - Rayuela