“Te he regalado tantas veces la misma cosa… La misma pluma
envuelta en Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de
Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro beso y en
cada sexo, los mismos labios”
Compré todo lo necesario para amarte. Una pelota hinchable y
siete alcayatas. “Hoy no es mi cumpleaños”, me dijiste. “Da igual. Ábrelo”,
insistí. Rompiste el papel de mala gana y apareció la pelota desinflada. En
otro paquete diminuto estaban las alcayatas.
Hasta aquella mañana, yo ni
siquiera sabía que se llamaban alcayatas. Por eso me gusta entrar a la
ferretería. Echar un ojo por ahí y cuando me decido, pedirle al encargado que
me ponga siete de eso. “¿Siete alcayatas?”. “Exacto. Siete alcayatas”, pronuncio
por primera vez y una bandada de gorriones remonta el vuelo desde mi estómago.
Los nombres suelen ser más bellos que las cosas. Me gustan
especialmente Bernardo y tachuelas. Pero no puedes llamar a nadie Bernardo
Tachuelas. He aquí la esclavitud de las palabras. Estuve a punto de conocer a
un Bernardo y conocí unas tachuelas, que son como las chinchetas aunque no es
necesario que su cabeza sea circular y chata. Algo sin complicaciones. Lo que
puedo ofrecerte. También una pelota de playa.
“¡Vamos, hínchala!”, te animé. Y empezaste a soplar. Supongo
que los dermatólogos ya han estudiado este fenómeno. La tersura que gana
terreno a las arrugas. La posibilidad de rejuvenecer un rostro soplando por sus
narices. Tú, sin embargo, no parecías contento. Tenías miedo. Miedo de que
explotara. Esta vez no lo hizo y vimos que el balón traía dibujado un perro con
un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes, un perro con
un cubo entre los dientes... Un motivo que se repetía en el ecuador del balón.
“¡Abre el otro, venga!”, te apremié. Suspiraste resignado y tus dedos se
hicieron torpes con el minúsculo envoltorio. Al final, arrancaste el celo con
los dientes y te pinchaste. “¡Mierda!”, dijiste.
Tu boca empezó a sangrar y yo te traje alcohol y agua del
grifo. Estabas tan apurado que untaste el algodón en el vaso y bebiste del
bote. “¡Mierda!”, escupías. La situación no dejaba de ser graciosa y yo lamenté
la falta de consistencia de tus encías de pladur. “Si la alcayata se hubiera
afianzado en tus premolares podríamos colgar un cuadro”, bromeé.
“¡Has vuelto a
beber!”, me soltaste. “¡Mira quién habla. El señor que acaba de echarse un
trago de alcohol desinfectante!”, respondí.
Luego me puse a llorar. Porque hago
todo lo que puedo. Te lo juro. Porque esto es todo lo que puedo ofrecerte: un
balón de plástico y siete alcayatas de acero o de latón, de rosca o de clavar,
grandes o pequeñas. Me llevé las estándar porque según el ferretero, valían
para cualquier cosa. También para demostrarte mi amor. Qué otra cosa propones
con el dinero que me dejas.
Bloqueaste mi cuenta por lo de mi afición al vino, por lo de
mi afición a las tragaperras del Roxi Palace, por lo de olvidar dinero en los
sombreros de los mendigos. El otro día, el día más frío de este invierno, crucé
los porches donde duermen y uno de ellos, agarrado a un cartón de vino, gritó:
“si sigue nevando así, me voy a misa de una a dar pena”.
Te he regalado tantas
veces la misma cosa… La misma pluma envuelta en Navidad y vuelta a envolver la
Navidad siguiente; el mismo disco de Eric Clapton remasterizado por otra
compañía; un beso igual a otro beso y en cada sexo, los mismos labios.
Seamos
honestos. No estoy borracha por haber bebido. Bebo porque estoy borracha. Borracha, ebria, embriagada de
las flores del cementerio y de esas otras. Las que tú me regalas por mi
cumpleaños. Cada doce de junio, esa docena de rosas que son como una afrenta.
Como si me dijeras: “esto sí que es un regalo. Aprende”. Y tú tienes que
conformarte con siete alcayatas y un balón. Papel de lija a fin de mes, cuando
sólo me quedan sesenta céntimos. “Para regalo, por favor”, le digo al
ferretero.
A base de ponerte algodón entre el labio y la encía, dejaste de
sangrar. A base de concentrarme en tu herida, dejé de llorar. Entonces me
sorprendiste. “Toma”, me entregaste otro sobrecito. Siete hembrillas de hierro
cincado. Siete hembrillas estándar para mis siete alcayatas estándar. Las
clavamos en la pared del pasillo. ¿Qué prenderemos de ellas? ¿Láminas de jazz?
¿Acuarelas? ¿Aprovechará una araña la infraestructura para tejer su red?
De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba en una esquina y al girar, daba la impresión de que el perro con el cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión.
De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba en una esquina y al girar, daba la impresión de que el perro con el cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión.
La cuna vacía. Alisé un pliegue de la
colcha y tú pusiste una mano en mi vientre. “Sólo te necesito a ti”, me
besaste. Y yo qué sé. Yo qué sé.
Si ahora nevara, si no dejara de nevar hasta
el mediodía, iría a misa de una. A dar pena.
Isabel González - Casi tan salvaje
Isabel González - Casi tan salvaje