Siempre
que leo esto, siento escalofríos…
Tenía la costumbre de ser buena y amable con los
feos, los hombres guapos le repugnaban: “No tienen agallas -decía-. No tienen
nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… Todo
fachada y nada por dentro…” Tenía un carácter cercano a la locura, un carácter
que algunos calificarían como locura.
Tenía también una cicatriz imborrable que le
cruzaba la mejilla izquierda. Pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza,
parecía por el contrario, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches
después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última
hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el
hombre más feo de la ciudad, y puede que eso tuviese algo que ver con el
asunto.
– ¿Tomas algo?
– Claro. ¿Por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra
conversación de esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me
había elegido y nada más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No
parecía tener edad suficiente para beber, pero de todos modos le sirvieron.
Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es
que cada vez que regresaba del lavabo y se sentaba a mi lado, yo sentía cierto
orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las
más bellas que yo hubiese visto en mi vida. La tomé de la cintura y la besé una
vez.
– ¿Crees que soy bonita? -preguntó.
– Sí, desde luego. Pero hay algo más… Algo más que
tu apariencia…
– La gente anda siempre acusándome de ser bonita.
¿Crees de veras que soy bonita?
– Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creí que buscaba un pañuelo.
Sacó un alfiler de sombrero, un alfiler muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se atravesó
la nariz con el alfiler de lado a lado, justo sobre los orificios. Sentí
repugnancia y horror. Ella me miró y se echó a reír.
– ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora,
eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la
herida.
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del
beso, y sin soltar el pañuelo de su nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde
yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces
cuando supe que era una persona llena de bondad y cariño. Se entregaba sin
saberlo. Y al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia.
Esquizoide. Una esquizoide hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, o algo, acabaría
destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve
vagabundeando, y luego regresé. No había olvidado a Cass ni un momento, pero
habíamos tenido algo así como una discusión y además, yo tenía ganas de
marcharme. Pensé que ya no la encontraría. Pero no llevaba sentado ni treinta
minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
– Vaya, maldito, has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un
vestido de cuello alto. Nunca la había visto así. Y debajo de cada ojo llevaba clavado
un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los
alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardó en
el bolso.
– ¿Por qué la gente cree que es todo lo que tengo?
La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes
siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
– Está bien -dije-, tengo mucha suerte.
– No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente
cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
Fuimos a casa y abrí una botella de vino y
hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato y
luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía, fácil, sin tensión. Era como si
descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con
aquella risa, de aquella manera en que sólo ella podía reírse. Era como el gozo
del fuego. Y durante la charla, nos besamos y nos arrimamos. Nos pusimos muy
calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó el
vestido de cuello alto y la vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le
cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
– Maldita sea, condenada. ¿Qué has hecho? -dije
desde la cama.
– Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya
no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se
echó a reír.
– Algunos me pagan diez dólares y luego, cuando me
desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo con los diez. Es muy divertido.
– Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, zorra,
te amo… Deja de destruirte, eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio.
Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido debajo de mí como
una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento, sombrío y
maravilloso.
Charles Bukowski - La chica más guapa de la ciudad (Fragmentos)
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