Días de ojos como vidrios astillados, de mirada roja, de luz
que hiere las pupilas. La nada misma, un cielo raso blanco, recién pintado. Ni
una mancha de humedad, ni Juana de Ibarbourou, ni una lágrima por un mundo que
se ha perdido para siempre.
La temperatura atrapada en la piel, días de fiebre que no
baja con nada. Temblor en el cuerpo, escalofríos. Humedad en la almohada, danza
de pañuelos, tos que desgarra las entrañas. Dolor de cabeza, de oídos, de
piernas, de brazos, de uñas. Dolor de todo lo que puede doler, y de lo que no puede
doler, también.
Días de pesadillas a cualquier hora, delirio, destiempo. La intranquilidad
inútil, por no saber si el mundo ahí afuera, aún seguirá girando. La angustia
estéril, por no discernir la diferencia, entre sueño y realidad.
Un atardecer inacabable,
inquietante, con cientos de soles sucesivos. Siete lunas sobre un cielo nocturno
que arde como el fuego. Árboles que caminan. Senderos infinitos que se bifurcan
en espirales interminables. Y ella, envuelta en esa indiferencia que tanto me
lastima. Siempre ella.
Me subo de un salto a una piedra líquida, enorme, de color
ámbar. Y grito con todas mis fuerzas, desesperado, sin lograr que mis cuerdas
vocales reproduzcan ni el más mínimo sonido:
- ¡Te amé con locura!
Ella me mira y entiende, sabe que sé, que me hace daño.
Suena el timbre. ¿Será ella?... Imposible, ya no recuerda
donde vivo.
Se acabaron los pañuelos.