3 de febrero de 2014

Gripe

Días de ojos como vidrios astillados, de mirada roja, de luz que hiere las pupilas. La nada misma, un cielo raso blanco, recién pintado. Ni una mancha de humedad, ni Juana de Ibarbourou, ni una lágrima por un mundo que se ha perdido para siempre.
La temperatura atrapada en la piel, días de fiebre que no baja con nada. Temblor en el cuerpo, escalofríos. Humedad en la almohada, danza de pañuelos, tos que desgarra las entrañas. Dolor de cabeza, de oídos, de piernas, de brazos, de uñas. Dolor de todo lo que puede doler, y de lo que no puede doler, también.
Días de pesadillas a cualquier hora, delirio, destiempo. La intranquilidad inútil, por no saber si el mundo ahí afuera, aún seguirá girando. La angustia estéril, por no discernir la diferencia, entre sueño y realidad. 
Un atardecer inacabable, inquietante, con cientos de soles sucesivos. Siete lunas sobre un cielo nocturno que arde como el fuego. Árboles que caminan. Senderos infinitos que se bifurcan en espirales interminables. Y ella, envuelta en esa indiferencia que tanto me lastima. Siempre ella.
Me subo de un salto a una piedra líquida, enorme, de color ámbar. Y grito con todas mis fuerzas, desesperado, sin lograr que mis cuerdas vocales reproduzcan ni el más mínimo sonido:
- ¡Te amé con locura!
Ella me mira y entiende, sabe que sé, que me hace daño.
Suena el timbre. ¿Será ella?... Imposible, ya no recuerda donde vivo.
Se acabaron los pañuelos.