1 de octubre de 2011

Mis paraísos artificiales

... Por lo común, vivimos la vida con la sensación de que estamos viviendo una vida prestada, de que no es la nuestra. Y esto, independientemente de que sea una vida feliz o desgraciada. Y quizá más aún cuando la vida es feliz, o al menos triunfal. Porque tengo escrito en algún sitio que lo que le pasa a uno, los grandes amores y los grandes éxitos, nunca llegan al fondo, a ese niño expósito y con frío que seguimos siendo. El niño desde el fondo de uno, mira todo aquello atónito. No, eso no va conmigo, parece decirse. El niño triste y soñador, miedoso y solo, no se redime nunca.
El espectáculo más obsceno de la vida es ese hombre feliz, que está de acuerdo consigo mismo, triunfante en su fracaso, o fracasado -sin saberlo- en su triunfo. El que, como decía el otro, cada vez que se acuesta “cree que se está acostando Cervantes”. No, Cervantes no tuvo esa seguridad. Cervantes -cazador de ciervos según la etimología aproximada del apellido- llevaba en su alma temblorosos ciervos de duda y de huida. En verdad, somos extraños a nuestras vidas. No es sólo que las cosas sean decepcionantes, que el llegar o no llegar sea un camelo -eso se da por descontado-
La fama, la gloria y la popularidad son siempre un error, una farsa mal llevada. Pero es que, aparte de eso, no le conciernen nunca al interesado. Siempre parece que triunfan más los demás, en el sentido de que resultan, vistos desde afuera, más acordes con su destino. Tampoco sirve la realización de una vocación. El que hace las cosas, el que ama a las mujeres y escribe los libros es otro, un intruso. El niño triste y débil, sigue en su rincón con sol de la infancia, mirándolo todo atónito.
“Presentes sucesiones de difuntos” dice Quevedo que somos. Ahí le duele. Le duele que no nos transformamos, que no evolucionamos biográficamente, sino que nos acumulamos. Vamos sumando difuntos.
… Somos un cementerio andante. Ahí está el niño que fuimos, el adolescente en sombras, el joven maldito, el maduro desengañado, ahí estamos todos. No se muere de una vez, sino que se va muriendo por edades y llega una edad en que uno es un conclave de difuntos. Alguien ha hablado de que llevamos dentro “multitudes interiores”. Multitudes de muertos, sobre todo.
Muerto o vivo, el niño nos mira, nos ve desde adentro. Y nos sentimos contemplados por él y esto nos pone violentos, forzados, porque sabemos que le estamos traicionando, que le estamos falseando.
Baudelaire define al genio como la infancia recuperada. No hay otra definición. El genio creador dispone siempre de su infancia, la tiene ahí, viva, al alcance de la mano. En la vida es inevitable traicionar al niño que llevamos dentro, en al arte se le puede salvar, conservar. Por eso el arte es sagrado. Solo cuando hacemos arte, el niño está contento, vive, juega. Luego nos ponemos importantes, nos miramos a los espejos, nos cambiamos de corbata. -Oh Umbral…- Y ya lo hemos estropeado todo.
… La gente suele decir que la vida defrauda, que la vida engaña. Alguien escribió que el mundo no es tan mundo como parece. Yo creo que la vida, que tiene un espíritu burlón y que es irónica ante todo, no es que no nos da nada, sino que siempre nos da otra cosa y no lo que queríamos o esperábamos.
… Baudelaire quería ser académico y quedó como el patrón universal de la bohemia. Proust quería ser aristócrata y quedó como el enterrador de todas las aristocracias, como “una anarquía con buenos modales”, según se ha dicho de él. Yo no sé si esto es bueno o malo. En todo caso, ya digo, el espectáculo del hombre que ha llegado a donde quería llegar, que cuadra perfectamente consigo mismo, es un espectáculo obsceno, por falso o por falto de imaginación. Yo alguna vez he escrito que soy el que siempre quise ser. Eso fue por engañar al niño expósito de Marthe Robert y Sigmund Freud. Yo quería ser otra cosa -no sé bien qué-. A veces lo entreveo cuando cesa la lluvia o rompe el sol. ¿Qué iba a ser yo? ¿Quién iba a ser yo?
Me parece, que ya nunca lo sabré.


Nada tomo del tiempo que pasa con estruendo
como trenes de niebla o la guerra en rebaños,
nada tomo del mundo que gira ensombrecido
como manzana rota o voz atribulada.
Nada tomo del día, vestido por la lluvia,
sino que aquí tendido, erizado de muertos,
dejo pasar la música lívida de la sangre,
indiferente al año, indiferente a todo.
Porque soy un estanque de llanto ensimismado,
porque soy una tropa de dolor y de espadas,
porque soy el cadáver que ha estrenado un abrigo.

Nada tomo del hombre cuando arrecia la sombra
ni del aire acabado que imagina ciudades.
Sólo quiero que el pecho donde un niño me llama
no se quiebre de pronto con un golpe de viento.
Quiero que el hondo niño, deslumbrado y lejano,
viva en el relicario funeral de mi vida.

Francisco Umbral

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